Aqui estoy tranquila La danza de las horas llega La danza de la espera sigue. Yo soy la vida.

miércoles, 28 de enero de 2015

MI VIDA EN FE Y ALEGRÍA Por: Antonio Pérez Esclarín


MI VIDA EN FE Y ALEGRÍA
 Por: Antonio Pérez Esclarín
Llevo 41 años trabajando en  educación, siempre en obras jesuíticas, tratando de vivir y alimentar la espiritualidad ignaciana. Los tres primeros años los viví en Jesús Obrero de Catia,  donde un grupo de “soñadores” nos adelantamos varios años a las reformas educativas y empezamos a trabajar con proyectos de aprendizaje que acercaran más la educación a las realidades e inquietudes de los jóvenes, y junto a sus cabezas, formáramos su corazón y sus manos. Corazón grande, sensible, generoso, con las puertas abiertas donde todo el mundo pueda  entrar y encontrar cobijo, calor. Manos, generosas, trabajadoras, tendidas siempre  al que las necesite.
De allí, en 1974, me vine a Maracaibo,  donde he permanecido   hasta ahora. Me casé, tuve dos hijos y recientemente Dios me regaló una nieta, que como escribo  en la dedicatoria de uno de mis últimos  libros, ha supuesto “un arcoíris de primaveras en el otoño de mi vida”. En Maracaibo me inicié en el Colegio Gonzaga y enseguida pasé a Fe y Alegría, donde llevo 38 años siempre en formación de educadores populares. En Fe y Alegría he ido  cultivando y forjando mi vocación de educador, que ha llenado mi vida de sentido y de grandes satisfacciones. Suelo decir que Fe y Alegría ha sido un medio extraordinario que ha alimentado permanentemente  la vocación de servicio, y ha cultivado  la espiritualidad ignaciana que nos invita a “en todo amar y servir a todos”, a “hacernos hombres y mujeres para los demás con los demás”.  Fe y Alegría se enraíza en lo profundo de la espiritualidad ignaciana, en ese  magis, que es confianza y osadía,  que impulsa a preferir los “lugares de frontera”  para así servir cada vez con mayor eficacia  a los más desposeídos y abandonados, los amigos preferidos de Jesús.
Primero en la Normal Nueva América y luego en la Oficina Regional de Fe y Alegría del Zulia y el Centro de Formación P. Joaquín, al lado siempre de extraordinarios compañeros que alimentaron mi vocación de educador,  fui entendiendo,  poco a poco, que educar  es algo más sublime e importante que enseñar matemáticas,  inglés, computación, biología o química. Educar es formar personas, cincelar corazones, ofrecer los ojos para que los alumnos puedan mirarse en ellos y verse valorados  y queridos y así puedan mirar la realidad sin miedo y a las otras personas con respeto y con  cariño. Los educadores somos sembradores de sueños y esperanzas, médicos de corazones heridos y almas rotas,  arquitectos de personas. Educar es continuar la obra creadora de Dios, alumbrar al  hombre y la mujer posible que está latente en las potencialidades de cada persona. Educar es ayudar a cada alumno a conocer no sólo lo que es, sino también  lo que puede llegar a ser, pues los seres humanos somos siempre proyectos inacabados, siempre perfectibles, y la educación nos debe ayudar a desarrollar la semilla de lo que somos de modo que florezcamos en plenitud y lleguemos a ser dignos y felices.
Mis inquietudes y esfuerzos en Fe y Alegría se han dirigido fundamentalmente a gestar una propuesta teórico-práctica de Educación Popular, y una  concepción y metodología de la formación docente que construya verdaderos educadores populares.
La Educación Popular
Fe y Alegría se define como Movimiento de Educación Popular y Promoción Social.  Al definirse como Movimiento, quedan desbordados los límites de la institución. No se puede reducir Fe y Alegría meramente a una red de escuelas, emisoras y  programas educativos. Fe y Alegría es la puesta en marcha de un conjunto de ideales que se siembran en personas y en distintas instancias sociales. Ser movimiento implica la permanente desestabilización creativa, la relectura continua de la realidad en una actitud de comprobada búsqueda, con grandes dosis de audacia, de inconformidad, de autocrítica constante, de modo que  las prácticas educativas y el hacer pedagógico  vayan respondiendo a las exigencias y los retos que plantea la realidad siempre cambiante y el creciente empobrecimiento de las mayorías.
En cuanto a lo popular, no lo entendemos, como muchos todavía lo hacen,   meramente por sus destinatarios (los pobres, los indígenas, los campesinos, los excluidos, los habitantes de los barrios y zonas marginales…), sino por su intencionalidad  transformadora, pues asumimos la Educación Popular como una propuesta política, ética y pedagógica para que  los pobres y excluidos se conviertan en sujetos de poder y actores de su vida y de un proyecto humanizador de sociedad.  Pero en estos tiempos en que tanto se vocea la transformación, nosotros seguimos insistiendo en no separar la dimensión política de las dimensiones ética y pedagógica, es decir, que todo el proceso educativo debe estar inmerso en los valores que proclamamos y queremos recoger. La pedagogía nos enseña que recogeremos los frutos según  las semillas que sembremos. La cosecha debe estar ya implícita en la siembra. No cosecharemos creatividad con copias, caletres y memorizaciones; ni autonomía o criticidad  con imposiciones y órdenes.  No será posible una educación constructora de genuinos ciudadanos si en  el sistema educativo siguen enquistadas las prácticas autoritarias y la obediencia y la sumisión  sustituyen a la reflexión, el debate y la autonomía. No acabaremos la corrupción con corazones aferrados al tener, ni construiremos genuina democracias con corazones ávidos de poder. Si hace un tiempo el Maestro Prieto Figueroa se quejaba de que los maestros eran en su mayoría unos  eunucos políticos, no es menos cierto que gran parte de  los  políticos son eunucos pedagógicos, es decir, que niegan e imposibilitan  con sus actos lo que proclaman en sus discursos: “El ruido de lo que eres y haces me impide escuchar lo que me dices”. De ahí que yo vengo insistiendo en que no sólo hay que aprender a escuchar lo que el otro dice, sino escuchar sobre todo las vidas de la gente. Con los años, yo  he ido comprendiendo que en educación, como en todo lo demás, más que revolucionarios profesionales, necesitamos revolucionarios en la profesión, es decir, personas comprometidas en un cambio profundo del sistema educativo, gestores de nuevas pedagogías y nuevas relaciones, que se empeñan en vivir  los valores que proclaman y proponen.
Formar para transformar
Por considerar que el educador es la pieza clave para la calidad educativa, he dedicado y sigo dedicando mis mejores esfuerzos a la formación de educadores. Un buen maestro o profesor es la principal lotería que le puede tocar en la vida a un niño, una niña o un joven. Así como un mal educador puede ser una verdadera desgracia para grupos numerosos de alumnos. El educador puede  suponer la diferencia entre un pupitre vacío o un pupitre lleno, entre un malandro o un joven trabajador y responsable, entre una vida vacía y hueca o una vida con sentido.
Entiendo que, en estos tiempos de cambio permanente, ser educador es vivir  en formación.  El docente que ha dejado de aprender, se convierte en un obstáculo para el aprendizaje de sus alumnos. Hay docentes que, con su práctica educativa, no sólo no provocan las ganas de aprender, sino que las matan. Nadie puede enseñar a aprender, si no aprende de su enseñar, si ha perdido el interés por seguir aprendiendo siempre. De ahí que todos mis esfuerzos se han dirigido a privilegiar  la formación permanente de los  educadores, que transforme profundamente la manera de ser, de pensar y de actuar del docente, pues está claro que si bien “uno explica lo que sabe o cree saber, uno enseña lo que es”. Cada profesor, además de su materia, enseña un montón de otras lecciones: honestidad o deshonestidad; responsabilidad o irresponsabilidad; desprecio o afecto; igualdad o diferencias; entusiasmo o desmotivación; alegría o fastidio… No podemos olvidar que los alumnos no sólo aprenden de sus profesores, sino que aprenden a sus profesores.
Frente a la degradación del hecho formativo que se suele reducir a la adquisición de algunos conocimientos y al desarrollo de algunas competencias, la auténtica formación es un proceso de liberación individual, grupal y social. Formarse es fundamentalmente construirse, inventarse, planificarse, soñarse, llegar a desarrollar todas las potencialidades de la persona. Estoy hablando entonces de un proceso de construcción permanente de la personalidad y de un pensamiento cada vez más autónomo, capaz de aprender continuamente, para así poder enseñar en el sentido integral de la palabra.
Por ello, quiero  alertar   que no es lo mismo estar en formación, que estar estudiando. La mayoría de los estudios informan, lo cual no es malo, pero no es suficiente, porque descuidan la formación de la persona. De algunas universidades y centros de formación  salen profesionales, pero no personas. Dan títulos pero no egresan verdaderos hombres o mujeres. También hay supuestos  educadores, muy abundantes hoy en Venezuela,   que más que formar, tratan de “formatear” las mentes de los alumnos, para que sólo sean compatibles con lo que ellos les inculcan y rechacen todo otro  tipo de pensamiento. Es la consecuencia de utilizar la educación para ideologizar, para hacer personas obedientes y sumisas. Hay también estudios que, más que formar, deforman a los estudiantes.  Todos conocemos  educadores a los que las licenciaturas, maestrías o títulos de postgrado los echaron a perder. Personas que utilizan sus nuevos títulos como una especie de pedestal al que se suben y desde la altura de sus nuevos diplomas empiezan a alejarse de los alumnos, de los compañeros, de los padres y representantes, de las personas más sencillas y necesitadas.  Yo por eso hablo de la necesidad de títulos que, en vez de subir, nos ayuden a bajar, a descender al nivel de los alumnos más necesitados y de las personas más sencillas para poderles brindar la ayuda que necesitan. Como dice García Márquez, “Nadie tiene  derecho de mirar a otra persona de arriba abajo, si no es para ayudarla a levantarse”. O como  me gusta repetir, a mí sólo me interesan conocimientos que lleven a co-nacimientos, es decir, a nacer a una nueva vida con el otro y para el otro.
De ahí que una genuina propuesta formativa debe asumir una metodología que supere la concepción bancaria de formación y privilegie la reflexión sobre el ser, sobre el hacer y sobre el acontecer; sobre la persona del docente, sobre su acción pedagógica cotidiana y su impacto transformador, sobre la realidad,  inquietudes e intereses de los  educandos, de modo que el centro educativo se vaya asumiendo como un espacio para la reflexión, para aprender a reflexionar y para aprender a enseñar.  La práctica y la reflexión sobre ella son los elementos primordiales para construir el proceso de la propia formación-transformación.  La práctica educativa tiene que entenderse como un proceso de investigación más que como un procedimiento de aplicación. La escuela, el liceo y la universidad, más que ofrecer información, deben provocar su reconstrucción crítica, su propia y permanente transformación. El reto es lograr docentes que investigan y reflexionan en la acción y sobre la acción, para transformarla y transformarse. En definitiva, la propuesta formativa debe orientarse a hacer del docente un educador, un promotor del hambre de aprender de sus alumnos y un agente democratizador. Formarlo como persona, como profesional de la enseñanza y como ciudadano y promotor de ciudadanía. Esto se dice fácil y hasta resulta evidente. El problema empieza cuando uno entiende que sólo es posible enseñar a ser persona, si uno se esfuerza por serlo plenamente, por crecer hacia adentro, si acepta que para ser educador hay que reconocerse como educando de por vida. Por otra parte, sólo enseñará realmente a aprender el que aprende al enseñar; del mismo modo que enseñar a convivir exige que uno conviva al enseñar, es decir, que convierta la clase en un lugar de diálogo y democracia profunda.
En defensa de la Educación Pública
Cuando en el año 2005, celebramos los 50 años de Fe y Alegría, abordamos en el Congreso Internacional de Caracas, la temática de la Educación como Bien Público. Allí nos comprometimos a salir a la plaza pública  desde los estrechos límites de nuestros centros y programas para trabajar en pro de una educación de calidad para todos. Este hecho y el caer en la cuenta de que la mayoría de los más pobres van a la escuela pública donde suelen recibir una pobre educación,  me motivó a dedicarme casi exclusivamente, desde Fe y Alegría, a la formación de los docentes del país, lo que me ha convertido en una especie de “agitador pedagógico” por todos los rincones de Venezuela, con un llamado ardiente a los educadores de todos los niveles a que asumamos con mayor seriedad y responsabilidad  nuestra misión para que seamos capaces de gestar la  educación que el país necesita.
En los últimos años, y tras reconocer que es poco lo que pueden hacer los educadores si no cuentan con el apoyo de las familias, he  empezado a trabajar  también con los padres y representantes. La familia es la principal escuela, de valores o de antivalores. En definitiva, la mayor parte de las cosas que uno valora, desprecia, quiere, teme…, son las cosas que uno ha aprendido a valorar, despreciar, querer, temer… en la casa. En los tiempos de crisis y desorientación ética que vivimos, es urgente e imprescindible  que padres y maestros se vayan articulando y reencontrando cada vez más para que trabajen en la misma dirección. Esto va a implicar, entre otras muchas cosas, que los padres deben conocer y estar de acuerdo con los valores que procura el colegio y, mucho más importante, comprometerse a construir y vivir en sus hogares esos mismos valores. De no hacerlo, los jóvenes crecerán desorientados y con una grave confusión ética.
Mis libros tienen esa misma misión. Cuando descubrí que la escritura me posibilitaba tocar las puertas de muchos corazones anónimos, ayudarles a cuestionarse y reflexionar sobre sus vidas y sus profesiones,  sembrar en ellos sueños y esperanzas, me dediqué a escribir con voracidad, buscando siempre un estilo sencillo, directo y emotivo que llegue a los educadores. De hecho, después de algunos pinitos literarios en los orígenes de mi vida profesional, que me llevaron a publicar cuatro novelas, todo el resto de mi amplia producción (más de cincuenta libros) es de tema educativo, mi verdadera vocación, ocupación y pasión. El descubrimiento del potencial formativo de la escritura me ha llevado también, desde hace ya más de dos años,  a publicar un artículo de opinión todas las semanas en siete periódicos del país.
Querría dedicar mis últimos días a profundizar en la espiritualidad del educador. Me impresionó mucho que cuando estuvo por Venezuela el P. Kolvenbach, entonces General de la compañía, nos dijo que el principal aporte que Fe y alegría podía hacer a la educación popular era incluir la espiritualidad. Desde ese momento empecé a darle vueltas al asunto y a incorporar esta dimensión. Mi libro “Jesús Maestro y Pedagogo” quiere ser un aporte, como también espero que sea mi nuevo libro, que está a punto de salir con el  título “Cultivar valores con el padrenuestro”. La experiencia me muestra que la espiritualidad es un cimiento firme de muchos educadores verdaderamente comprometidos.  La mayoría, sin embargo,  no acierta en entender y asumir la fe como un modo de vida que llena de sentido  todo lo que hacen.  Entienden la espiritualidad como algo propio de personas piadosas, que tiene que ver con  rezos y prácticas religiosas y por ello no entienden que la espiritualidad debe impregnar todo lo que hacen: trabajo, diversión, política, sexualidad, vida familiar…
Es urgente que avancemos en una evangelización que ayude a superar esa fe sociológica, heredada, hueca, para pasar a una fe como opción personal que se traduzca en un sí radical a Jesús que nos invita a acompañarlos en la construcción del reino. Creo que debemos repensar muy en serio nuestras propuestas de trabajo pastoral  para que, sobre todo los jóvenes, pasen de esa religión que les produce alergia, a una religión que les produzca alegría.  Pienso que aquí, todos,  pero muy en especial los laicos, tenemos mucho que hacer pues los católicos no nos asumimos como testigos ni como apóstoles. Cuando en mis charlas hablo apasionadamente de Jesús, la gente suele creer que soy  cristiano evangélico. También he constatado que sólo los evangélicos se atreven a dar en público testimonio sobre su fe y sobre Jesús.

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