Robinson Crusoe
Daniel Defoe. Ilustraciones de Tullio Pericoli
Traducción de Carmen M. Cáceres y Andrés Barba. Sexto Piso, 2014. 446 páginas
Robinson Crusoe. Ilustración de Tullio Pericoli.
Pero a pesar del mito, este héroe incuestionable de las letras inglesas, revisitado por grandes autores como Virginia Woolf, Cortázar o Coetzee, puede resultar desconocido para muchos de nuestros jóvenes lectores. Como cumbre de una progenie de náufragos forjada con testimonios ilustres como el de Álvar Núñez de Vaca, Francisco de Cuéllar o el fascinante protagonista del relato de García Márquez, nos detenemos en la lectura de Robinson Crusoe porque a pesar de los avances conquistados desde 1719, fecha de su publicación, no deja de maravillarnos la habilidad de este marino inglés para sobrevivir durante veintiocho años en una isla deshabitada frente al delta del Orinoco, dominando tanto una naturaleza hostil que debe ir adaptando a cada una de sus necesidades, como su propia cabeza para no ceder al peso de la desesperación y conservar la cordura.
Desde el prólogo, Defoe nos advierte de que nos encontramos ante una narración ejemplar del que todo lector podrá sacar buen provecho. Y razón no le falta pues, con independencia del afán didáctico propio de la época ilustrada, pocas autobiografías fingidas -por citar palabras de Coetzee- como la de este superviviente inspirado en la historia verídica de Alexander Selkirk y Pedro Serrano, nos resultarán más enriquecedoras. De su mano nos adentraremos en los orígenes del joven impulsivo que en primera persona relata cómo desoye los sensatos consejos paternos y sufre las primeras tentativas de supervivencia tras varios viajes tormentosos, el cautiverio en tierras moras y la huida a lo largo de la costa africana, donde intercambiará provisiones con unos salvajes e irá abriendo su mirada hacia otras culturas. Pero Robinson sigue siendo el “terco promotor de sus desgracias” y a pesar de la prosperidad lograda en tierras brasileñas, se embarca en una travesía fatal por la que toda la tripulación pierde la vida excepto él, que alcanza maltrecho la orilla.
A partir de entonces arranca el cuerpo central de la novela en el que Robinson compartirá protagonismo con la Isla de la Desesperación -como la bautiza inicialmente-, pues este paisaje indómito se erige en personaje, y así se percibe en los fascinantes diseños de Pericoli. En su día a día no conocerá el descanso, y de la angustia primera pasamos ahora a la acción como eficaz instrumento para no dejarse vencer por el desánimo. Pero las dificultades se multiplican y, como buen hijo de su época, Defoe imprimirá en su personaje el elogio de la razón frente a cualquier adversidad. De ella se sirve para marcar una estaca que le hace las veces de calendario o sopesar los acontecimientos favorables frente a los aciagos, para concluir que de toda circunstancia se puede sacar el lado positivo, como asevera en numerosas apelaciones al lector o al comparar su suerte con la del resto de los ahogados en el naufragio.
La isla será también el escenario perfecto para la reflexión, pues Robinson no deja de dialogar consigo mismo, como podremos apreciar por la lectura de un diario en el que registra sus inquietudes y emplaza la escritura como un acto casi terapéutico. Pero el punto de inflexión llega el día en que enferma y se siente realmente desamparado. Solo entonces se plantea los grandes dilemas que acucian al ser humano, encuentra consuelo en las Sagradas Escrituras, y pasa de lamentar su suerte a dar gracias por este paraíso de libertad.
Con todo, Robinson Crusoe encierra por encima de otras cosas una apasionante novela de aventuras en la que el lector sufrirá con él cada uno de sus viajes inclementes, compartirá su tesón para ir domesticando el paisaje tropical o el pavor cuando, tras años de soledad, descubre en la playa una huella humana. Vivirá el rechazo al descubrir la presencia de caníbales y se admirará de su afán por no juzgar a estos pueblos tan distintos al suyo. Compartirá, en definitiva, la alegría de descubrir en Viernes la amistad más incondicional, y el júbilo de la vuelta a Inglaterra donde se va a sentir como un extraño.
En la era de la prisa se hace más valiosa la experiencia de este hombre de paciencia infinita que va ganando en sabiduría con el pasar de los años, y que como un nuevo Adán debe aprender a ser persona: desde resolver los conflictos más prácticos hasta procurarse un asidero espiritual que le haga entender los porqués de su peripecia vital. Robinson es cazador, recolector, artesano y maestro. Es amo y es amigo. Porque a diferencia de otros aventureros, no le hace falta moverse de su isla para experimentar el más alucinante de los viajes, el de su propio yo, el camino de nuestro héroe hacia su propia redención.
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