Aqui estoy tranquila La danza de las horas llega La danza de la espera sigue. Yo soy la vida.

domingo, 29 de junio de 2014

Literatura en Venezuela escrita por mujeres.Siglo XIX

viernes, 22 de agosto de 2008

Tomado del blog de Bruno Mateo

Literatura en Venezuela escrita por mujeres.

Siglo XIX
El poema “Anhelo” (En Las cien poesías líricas venezolanas. 1943, 
2da. Edición. Pedro Barnola- compilación-) de María Josefa de la Paz 
y Castillo, sor María de los Ángeles en el convento, es el único 
testimonio literario documentado de una mujer venezolana del 
siglo XVIII. Roberto Lovera De Sola (1990:49) señala que fue recopilado 
por Julio Calcaño en El Parnaso Venezolano (1892) y aporta que 
fue hija de Blas Francisco de la Paz y Castillo y Juana Isabel Padrón, 
nacida en Baruta (hoy Caracas) en 1765. Ingresó en 1790 en el 
convento de Caracas de la orden de las Carmelitas Descalzas y 
profesó en 1792. Probablemente estaba viva en 1812 pues se le 
atribuye el poema “El terremoto”. Lovera de Sola (1990:58) da cuenta 
también de la existencia de algunos versos escritos durante su prisión 
en Cumaná por María Josefa Sucre Alcalá, hermana de Antonio José 
de Sucre, enviados al capellán de Boves implorando su libertad.
Fue sor María de los Ángeles “la primera poetisa venezolana de la 
colonia- dice Luz Machado (1916-1998)- y a quien habría de reconocer 
como la raíz histórica de nuestra intransferible gracia poética” 
(Salas: 1989:11). Sin comentar la “gracia” de la que habla Luz Machado, 
este poema, dato aislado en 300 años, algo nos dice. Podemos leerlo 
siguiendo las reflexiones de Francoise Collin (1995) como la huella 
de aquello que “memoria de lo innombrable” frente a la marca de 
“la historia de lo que se nombra”. Su aislamiento y la dispersión de otros 
poemas quizás escritos por esta monja caraqueña se presentan como 
huellas también de un silencio o camino propio que incluye a las 
escritoras venezolanas en la genealogía de una lucha expresiva común 
al género y presente en todos los contextos. Porque las mujeres en 
Venezuela, aún cuando oficialmente no se haya reconocido o simplemente 
no se haya insistido demasiado en ello, han trazado un camino paralelo 
en muchos órdenes de lo público.

Tomado de: Yolanda Pantin y Ana Teresa Torres: El hilo de la voz. 
Antología crítica de escritoras venezolanas del siglo XX. Fundación Polar. 
Angria Ediciones. Caracas, 2003

In memoriam de mi gran amiga: Doña Irma De Sola de Lovera y a su hijo Roberto José: Influencia de las mujeres en la formación del alma americana por Teresa de la Parra Conferencia dictada en Bogotá, Colombia, 1930

sábado, 23 de agosto de 2008


Influencia de las mujeres en la formación del alma americana

por Teresa de la Parra

Conferencia dictada en Bogotá, Colombia, 1930

[Esta es básicamente una semblanza sobre Manuelita Sáenz, pero -aunque breve- ofrece un
interesante retrato de Simón Rodríguez]

ANTES DE IR a buscar la influencia decisiva y medio oculta que van a 

tener las mujeres
en la Revolución o Guerra de la Independencia, les invito a evocar la 

época. Mirémosla
pasar un momento como en la pantalla de un cinematógrafo. La 

imagen exterior nos
reflejará así más vivamente lo que pasa en el alma. Imaginemos 

una calle cualquiera de
de nuestras ciudades coloniales, ¡se parecen todas tanto! 

Corren los últimos años
del siglo XVIII.

Es al caer la tarde. A uno y otro lado del paisaje sobre las ventanas y 

sobre la calle, corre el
alero con su festón de tejas coloradas. De tiempo en tiempo bajo el 

alero corre también una
canal pidiéndole agua al tejado. Canal y alero quedan tan bajos que 

subiéndose al segundo
tramo de una ventana pueden alcanzarse con la mano. Las ventanas 

tienen balaustres
gruesos y empotrados como los de una cárcel y son anchas. Por 

cada tres o cuatro ventanas
hay un portón claveteado. Es todo lo que ofrecen las fachadas. 

El piso de la calle está
empedrado con cantos rodados o con lajas anchas. Crece la hierba 

entre las lajas. Crece
también sobre las tejas y de vez en cuando salpica por capricho el 

borde de una canal.
Levantando los ojos se ve el cielo límpido. La temperatura es deliciosa 

y sobre los tejados
asoma un campanario y asoman a los lejos las montañas.

Andando, andando, calle abajo, allá vienen dos esclavos vestidos de 

blanco que cargan en
parihuela una silla de mano. Ya se acercan. Ya pasan. Recostada en 

la silla con manto y
mantilla, toda de negro, apenas se le ve la cara, va una mantuana, es 

decir, una criolla noble
de las que sólo pueden salir a la calle, envueltas en un manto, de donde 

el nombre de
mantuana o aristócrata. Es tarde. Ya van a dar las siete. Ya comió la 

mantuana, ya se rezó
el rosario, ya los esclavos levantaron los manteles y las esclavas se 
fueron a hacer dormir
con cantos y cuentos a los niños de la casa. Meciéndose al paso que 

riman los parihueleros,
doblan la esquina silla de mano y mantuana. Ella va a la tertulia del 

señor marqués o el
señor conde su primo tercero o su primo cuarto. Es el más rico de 

todos los de la ciudad. La
calle se queda sola un buen rato. Ahora por la esquina que doblaron 

los parihueleros asoma
un capuchino. Viene del convento y va a casa de un impedido para 

confesarlo. Crujen las
sandalias y castañetea el rosario a medida que avanzan los pasos. 

Vuelve la calle a quedarse
sola otro buen rato. Ahora se detiene en la esquina el único vigilante 

nocturno que hay en la
ciudad y grita con voz que tiene de queja y de canto: "¡saquen la luz!". 

La voz se sigue
oyendo de esquina en esquina: ¡saquen la luz!, ¡saquen la luz!, hasta 

que por fin se pierde
como un eco en los confines de la ciudad. A poco se entreabre la 

primera ventana, y una
negra con los brazos desnudos y el escote redondo que brilla junto al 

borde de la camisola
blanca, alza el brazo y cuelga de uno de los tramos de la reja un candil 

de aceite encendido.
Ya se acerca la noche. Ya la hilera de candiles alumbra la calle que no 

debe quedarse a
oscuras cuando no hay luna. Como es propiedad de todos la alumbran 

entre todos. Ahora
viene un mantuano. Es joven. Ahí se acerca caminando ligero. A él 

también le cruje el
calzado y va moviendo al vaivén de los pasos los faldones del casacón 

de terciopelo. El
también va al chocolate del señor Marqués. Lleva peluca blanca, 

chaleco de seda, chorrera
de encaje, calzón y zapatos bajos con hebilla de plata. Tiene los bolsillos 

atestados de
libros. Los lleva escondidos no vayan a descubrirlos las autoridades 

civiles o los delegados
de la Inquisición. Uno de los libros, el más peligroso y el que por lo 

tanto se espera con
mayor ansia es un folleto llamado La Declaración de los Derechos 

del Hombre. Van a
leerlo en alta voz dentro de un rato en la sala del marqués. El mantuano 

lo ha recibido
directamente del granadino Nariño quien a escondidas en su casa de 

Bogotá lo tradujo, lo
imprimió y lo ha puesto a circular desde México hasta la Tierra del Fuego. 

Por semejante
atentado Nariño ha sido preso, lo van a enviar a presidio y le van a 

confiscar todos sus
bienes. Quizás si la lectura de esta noche le cuesta al mantuano lo 

mismo. ¡Qué se hace!

Con su tesoro y su peligro en el bolsillo va caminando contento. 

Junto con el tesoro lleva
quizás un nombre ilustre que va a guardar para siempre la historia. 

Tal vez no. Tal vez
como la mantuana, el fraile y los esclavos está condenado a una 

muerte oscura. Su sangre
anónima correrá en el torrente que empezó a manar en conjuraciones 

fracasadas como las
de Gual y España y que desde entonces corre y correrá hasta 

estancarse por fin 25 años
después en Ayacucho. Ya el mantuano dobló la esquina. Ya cayó 

enteramente la noche.
Entre los árboles de un corral vecino se oye el cantar siniestro de la 

pavita. Dos manzanas
más allá, a portón cerrado, la tertulia del marqués se prolonga 

misteriosamente hasta la
media noche.

Con muy ligeras variantes este mismo cuadro se repite al mismo 

tiempo en las mismas
ciudades que ya están maduras para la Independencia, llámense 

virreinatos, capitanías o
simples provincias. Durante la segunda mitad de siglo, la nobleza 

criolla ha cultivado su
espíritu. Casi todos los jóvenes van a estudiar a las universidades 

de Méjico, Lima o Bogotá
que son las más famosas. Algunos van a Europa. Si los criollos ricos, 

refinados y
orgullosos como son, acatan desde lejos la autoridad del rey, están 

en cambio enconados
contra los chapetones o gobernantes españoles quienes a menudo, 

brutales e interesados no
tratan de adaptarse al ambiente. Sólo piensan en enriquecerse a 

expensas muchas veces de
esos mismos criollos dueños efectivos del país porque son los dueños 

de la tierra. A veces
para mortificarlos más eficazmente los chapetones se alían con los 

pardos. Parciales les dan
la razón o les conceden privilegios sobre los criollos blancos sus 

enemigos naturales.
Humillados en su orgullo de casta, los criollos guardan un hondo 

rencor. En el grupo de
descontentos, ellas, las mantuanas, se destacan. Son las abanderadas 

de este sentimiento de
encono que está pidiendo a gritos una protesta. Como lo demostrarán 

en la Independencia,
bajo su exterior lánguido tienen una alma de fuego lista para todas 

las exaltaciones, todos
los sacrificios y todos los heroísmos. Los clubes o centros de reuniones 

secretas donde irán
a conspirar los hombres solos, casi no existen todavía. Las mujeres 

por lo tanto asisten a los
comentarios, a la exposición de las nuevas ideas, a todos los gérmenes 

de revolución que
van creciendo a puerta cerrada en las salas y en los patios de las 

casas principales. Allí, en
la tertulia ellas fustigan a los hombres con sus observaciones personales 

y sus palabras
vehementes. Una contará el último rasgo de superioridad insolente que 

le sorprendió al
Capitán General durante la misa mayor del domingo. Otra comentará 

la desatención de un
chapetón cualquiera quien le cedió tarde y mal el paso cuando ella, 

escoltada por la esclava,
la silla y la alfombra de rezar en la iglesia, salía a pie de la catedral y 

atravesaba la plaza
camino a su casa.

Se ha hablado mucho de la influencia favorable a la Revolución que 

tuvo aquí en toda
América la expulsión de los jesuitas. Los vehículos activos de tal influencia 

fueron las
mujeres. Esta observación salta a la vista. El conde de Aranda, 

ministro de Carlos III, quien
tan extraordinarias reformas, superiores al espíritu de la época, 

pensaba aplicar al régimen
colonial español, no se dio cuenta de la catástrofe sentimental primero 

y política después
que iba a desencadenar en América la salida de los jesuitas. Como en 

toda pena de destierro
seguida de confiscación de bienes la expulsión de los jesuitas dio 

ugar a escenas
desgarradoras que no podían olvidarse fácilmente sobre todo en aquella 

época de exaltado
sentimentalismo en que la vida entera giraba alrededor de la iglesia 

y el convento. Los
expulsados eran en su mayoría criollos, hijos, hermanos y parientes 

que al verlos embarcar
los despedían para siempre hacia una especie de muerte en donde los 

esperaba la hostilidad
y la miseria. Era la época negra de la Compañía de Jesús. De todas 

partes la rechazaban y el
Papa iba pronto a suprimir la orden. Hábiles directores de conciencia 

como lo han sido
siempre, a la vez que divulgaban la cultura y prestaban todo género de 

servicios morales y
materiales los jesuitas de la colonia, poderosos por sus riquezas y 

su influencia imperaban
por completo en el reino de las almas, en el de las almas femeninas 

muy especialmente. En
ellas inculcaban la idea inseparable de Dios, Patria y Rey. Estos tres 

conceptos formaban un
solo credo. La Patria y el Rey eran sinónimos de la sumisión a España. 

Arrojados y
perseguidos por el Ministro del Rey se disoció la trinidad y cundió 

en las conciencias la
anarquía del cisma. Por otro lado, acosados por los sufrimientos los 

jesuitas desterrados se
acordaron que eran criollos y comenzaron a ser desde el extranjero 

los mejores agentes de
la Independencia. Aquí en América, las mujeres seguían llorando en 

los ausentes a sus
hijos, a sus hermanos y a sus directores de conciencia. Las demás 

órdenes religiosas mal
preparadas para ejercer la dictadura espiritual por menos sutiles y 

por ser rivales
responsables hasta cierto punto de la expulsión, no llegaron a ocupar 

nunca el lugar que
dejara vacío la Compañía de Jesús. Privada de tan absorbentes 

directores la piedad
femenina sin perder su forma exterior perdió la rigidez y la austera 

disciplina católica y
española. Salida de su cauce la religión sufrió la misma transformación 

que había sufrido la
raza. Ella también se hizo criolla. Ella también se meció en hamaca, ella 

también se abanicó
indolentemente pensando en cosas amables que no mortificaran 

demasiado el cuerpo. El
calor de las llamas del infierno se fue atenuando hasta convertirse 

en una especie de calor
tropical molesto, pero llevadero con un poco de paciencia, descanso 

y conversación. El
pecado mortal se hizo una abstracción bastante baga y el terrible 

Dios de la Inquisición
comenzó a ser una especie de amo de hacienda, padre mi padrino 

de todos sus esclavos,
dispuestos a regalar y a condescender hasta el punto de pagar y 

presidir él mismo los bailes
de la hacienda. Esta forma de catolicismo cómodo y medio pagano 

no es invención mía.

Desconocido quizás aquí en Colombia existe todavía en la mayoría 

de los países de
América, no ya en el pueblo cuya mezcla con el fetichismo indio y 

africano puede dar
margen a un larguísimo estudio, sino en las mejores clases de la 

sociedad creyente. Yo
conocí, por ejemplo, en Caracas una amiga muy querida que tenía 

la casa llena de santos.
Estos solían tener velas o lamparitas de aceite encendidas según 

los días. Llena de piedad
observaba los mandamientos de la Iglesia en esta forma: iba a misa 

los lunes porque los
domingos había demasiada gente en la iglesia, y la multitud, según ella 

declaraba, a la vez
que no olía muy bien, le estorbaba con su ir y venir el fervor de la oración. 

Guardaba con
mucho escrúpulo la vigilia de Cuaresma, pero no los viernes cuando 

la afluencia de
cocineras madrugadoras arrasaba desde temprano con el mejor pescado, 

sino cualquier otro
día de la semana en que sin angustias ni precipitaciones se podía 

obtener un buen pargo
fresco de primera clase. Su profesión de fe era la siguiente: (que 

debo advertirlo, sin la
menor animosidad anticlerical) "creo en Dios y en los santos, pero no 

creo en los curas". Si
buscáramos la genealogía de este "no creo en los curas" iríamos a 

dar sin duda con aquella
protesta de las criollas del siglo XVIII quienes por espíritu de fidelidad 

y por espíritu de
contradicción no quisieron aceptar nunca ni a los curas seculares ni 

a las órdenes religiosas
que debían reemplazar en el gobierno de sus conciencias a sus muy 

queridos y muy
llorados jesuitas.

Mientras la Semana Santa, las imágenes benditas, el rosario y la misa 

seguían pues,
ocupando sus mismos puestos, sin concilios, teología, ni latín, las criollas 

resolvieron por
su cuenta arduos problemas de casuística y se hicieron en muy poco 

tiempo su credo
personal. En él entraba, como Pedro por su casa, la protección y 

divulgación de las obras de
Montesquieu, Voltaire, Rousseau y demás enciclopedistas franceses. 

Era en parte una
manera de provocar a los chapetones insolentes que las prohibían y 

de burlar sus pesquisas:
eso bastaba. Pasarse en secreto los libros prohibidos era un sport. 

Leerlos era una delicia,
no por lo que dijeran, sino porque los prohibía una autoridad que 

no penetraba en la
conciencia. A fin de cuentas era el contagio inevitable y virulento 

de la Revolución
Francesa que transmitía la misma España y que respondía en América 

a cambios y reformas urgentes a la dignidad criolla.
En lo que concierne la complicidad de las mujeres en esconder, leer y 

hacer circular los
libros prohibidos, hay una carta muy significativa. La escribe desde París 

el revolucionario
o patriota chileno Antonio Rojas. Es en el año 1787, es decir, veinte años 

después de haber
expulsado a los jesuitas. Una chilena joven y linda de quien no se sabe 

el nombre, había
escrito a Rojas pidiéndole datos y permiso para abrir ciertas cajas 

misteriosas de libros que
él había confiado a su cuidado antes de salir de Santiago de Chile. 

Rojas le contestó desde
París: "¿Para qué datos ni permisos? ¿no es usted la dueña del 

dueño de las cajas?". Y
comienza a enumerar los nombres de los libros y de los autores con 

picante ironía como
para excitar la curiosidad de su amiga: "Hay unos tomos in folio que 

son ejemplares de un
pestífero Diccionario Enciclopédico que dicen es peor que un tabardillo. 

Item, las obras de
un viejo que vive en Ginebra que unos llaman Apóstol y otros Anticristo; 

Item, las de un
chisgarabís que nos ha quebrado la cabeza con su Julia; Item, la preciosa 

historia natural de
Buffon. . .". Y así prosigue la lista.
El prestigio de los libros recae sobre el idioma en que fueron escritos y 

comienza a cundir
entre los jóvenes la moda de aprender francés. Aquellos que lo saben 

declaman la tragedia
de Corneille. Las alusiones de Tancréde los entusiasma:
"L'injustice a la fin produit l'Independance" y las ardientes criollas 

presienten el papel
sublime a lo heroínas de Racine que no en el teatro, sino en plena vida 

y frente a la muerte
van casi todas a desempeñar muy pronto.

No pretendo hacer aquí la apología de las heroínas de la Independencia 

del tipo de Pola
Salavarrieta quienes supieron pelear a la par de los hombres y morir 

fusiladas con valor y
dignidad como las chisperas del Dos de Mayo y como las más estupendas 

mujeres de la
Revolución Francesa. La historia ha recogido ya esos nombres que 

todos conocen y que
irán creciendo con el tiempo a medida que crezcan los países y la idea 

de patria. Es a las
mujeres anónimas, a las admirables mujeres de acción indirecta a quienes 

quisiera rendir el
culto de simpatía y de cariño que merece su recuerdo. Durante más de 

tres siglos habían
trabajado en la sombra y como las abejas, sin dejar nombre, nos dejaron 

su obra de cera y
de miel. Ellas habían tejido con su abnegación el espíritu patriarcal de 

la familia criolla y al
pasar sus voces sobre el idioma le labraron en cadencias y dulzuras 

todos sus propios
ensueños . Cuando llega la Independencia una ráfaga de heroísmo 

colectivo las despierta.
Movidas por él pasan en la historia como el caudal de un río. Es una 

masa de ondas
anónimas que camina. Uno de estos momentos históricos el más 

simbólico y quizás
también el más sublime es aquel que se llamó en Venezuela la Emigración.

Era en 1814. Se había firmado ya el Decreto de Trujillo. Esto quiere decir 

sencillamente
que el ser patriota o criollo era un delito que se pagaba con la pena de 

muerte ante los
españoles y ser español o realista era otro delito que se pagaba del mismo 

modo ante los
criollos. Estos últimos instruían sus procesos de la siguiente manera: 

Diga naranja,
ordenaban al acusado o sospechoso. Si éste decía naranja sonando 

la jota se le pasaba
inmediatamente por las armas. Así las cosas de un lado y de otro, avanzaban 

los españoles
sobre Caracas. Venían de degollar a todos los habitantes de la ciudad de 

Valencia y
aseguraban que harían lo mismo con los caraqueños si éstos no se 

rendían desde el primer
momento. Caracas se hallaba aún entre los escombros del terremoto 

del año doce. Bolívar,
que carecía de elementos con qué resistir, tuvo que salir de la ciudad 

para ir a reclutar un
ejército. Por no caer de nuevo bajo el antiguo régimen, la población entera 

de Caracas
resolvió marcharse a pie detrás de Bolívar. Eran cuarenta mil personas, 

casi todas niños y
mujeres, porque los hombres estaban en la guerra. En la ciudad 

destruida y desierta no
quedó más que el arzobispo y las monjas enclaustradas de sus tres 

conventos.
Muertos de hambre, de cansancio y de sed, los emigrantes atravesaron 

a pleno sol del
trópico por llanuras desoladas casi toda Venezuela. A caballo, a la 

cabeza de aquella
multitud andante y moribunda, Bolívar, como un nuevo Moisés, la conducía 

al azar, sin
más esperanza que aquella fe en su genio que los demás y él tenían. 

Después de ataques y
aventuras sin cuento cuando llegaron por fin donde Bolívar podía formar 

un ejército, de los
cuarenta mil niños y mujeres salidos de Caracas, quedaban apenas 

una pequeña parte. Los
demás se habían muerto de hambre, de insolación y de cansancio en 

el camino. Bandadas
de zamuros iban marcando las huellas por donde había pasado la caravana.

Prescindiendo de los demás próceres de la Independencia, a lo largo 

de la vida de Bolívar
que es el más significativo, desde su infancia hasta su muerte, podemos 

apreciar muy
fácilmente la parte importantísima que toman las mujeres en su vocación 

de libertador y en
la consolidación definitiva de su genio. Gran enamorado, según él mismo 

confiesa, sólo las
mujeres a quienes quiso con pasión tuvieron influencia en sus gustos, 

en su carácter y en
sus decisiones. También la tuvo Simón Rodríguez aquel maestro de 

su adolescencia
quien por paradójico, idealista y visionario se salía del nivel corriente 

de los hombres.
Desde su nodriza, la negra Matea, hasta Manuelita Sáenz, su último 

amor, Bolívar no puede
moverse en la vida sin la imagen de una mujer que lo anime, lo 

consuele en sus grandes
accesos de melancolía, y le preste sus ojos para mirar con ellos dentro 

de su propio genio.
Huérfano desde muy niño es en los brazos de la esclava Matea donde 

Bolívar oye y mira
por primera vez la honda poesía de la vida rural que es la faz más 

querida y noble de la
Patria. Es en su hacienda de los Valles de Aragua, la hacienda típica 

criolla, la hacienda
casi bíblica en donde los esclavos, prolongación de la familia, se 

llaman de apellido Bolívar
o Palacios, del nombre del dueño que es el dios y el padre de todos.
Al caer la tarde, terminado el trabajo del campo, Matea lleva a su 

niño Simón al
repartimiento o patio de los esclavos. Allí bajo el propio cielo mientras 

cae la noche él oye
cuentos de miedo con duendes y fuegos fatuos, que narra algún 

viejo negro. Los cuentos
tienen casi siempre como tema los horribles crímenes del tirano 

Aguirre, el conquistador
rebelde y bandido, cuya alma en pena vaga todavía en forma de 

lucecita que se apaga y se
enciende mucho más grande que los cocuyos. Es una luz que camina. 

A veces aparece en la
llanura, otras veces se sube a la copa de un árbol inmenso que se ve 

desde el corredor de la
hacienda allá a lo lejos y que se llama el Samán de Güere. Treinta 

años más tarde bajo la
copa del mismo Samán legendario de su infancia, que aunque viejo y 

tullido todavía existe
y aún lleva en su copa el alma en pena del conquistador muerto en 

pecado, bajo ese mismo
samán, Bolívar debía acampar con su ejército en una noche histórica.

De los brazos de la esclava Matea quien debía morir centenaria llena de 

honores y a quien
Bolívar quiso siempre tiernamente, el futuro Libertador, que era un niño 

terrible, pasa
sucesivamente a ser discípulo de su pariente el jurisconsulto Sanz; del 

Padre Andújar; del
joven y ya célebre Andrés Bello, quienes no dejan en su espíritu el 

menor rastro, y va a
caer por fin bajo la dirección de Simón Rodríguez, su loco Mentor y 

gran amigo, cuyo
idealismo extravagante debía dar fuego y alas al genio de Bolívar.
La amistad de Rodríguez o el amor de una mujer, llámese Teresa 

Toro, Fany de Villars,
Josefina Machado o Manuelita fueron las fuentes donde encontró 

siempre Bolívar el
descanso o el estímulo que necesitaban sus descomunales empresas. 

El retrato de
Rodríguez se impone siempre que se quiere evocar el grupo de mujeres 

inspiradoras. El
debe presidirlas.


Este Simón Rodríguez es el prototipo de aquellos que por haber llegado 

muy cerca del
genio sin alcanzarlo se quedan locos para tormento de sus allegados y 

alegría de
cuantos los conocen de cerca o de lejos. Filósofos descabellados a lo 

Saint-Simón,
generosos, paradójicos y originales, estos alocados son la sal de la vida. 

Ellos redimen
a la humanidad de la avaricia, y del egoísmo que son los vicios de la cordura. 

Su
inquietud sabe descubrir fases nuevas a las cosas más vulgares, y su 

presencia está
siempre acompañada de sucesos cómicos e imprevistos. Era, pues, 

natural que
Bolívar, tipo del genio equilibrado fraternizara tanto con su tocayo y profesor
Rodríguez que fue como lo veremos ahora el alocado genial por excelencia.
Rodríguez nacido en Caracas en la segunda mitad del siglo XVIII quien 

en realidad
no se llamaba Rodríguez, sino Carreño, de la misma familia Carreño de 

Teresa, la
gran pianista y del autor de la Urbanidad, Rodríguez había decidido desde 

los catorce
años dedicarse a filósofo. Huérfano de padre y madre comenzó por pelear 

a muerte
con su hermano mayor y a fin de no tener nada de común con él cambió 

de apellido.
Dejó de ser Simón Carreño para ser Simón Rodríguez; sentó plaza de 

grumete en un
buque que salía para España, desembarcó en Cádiz y sin más recursos 

que su ansia de
saber y sus dos pies, recorrió con ellos, en cinco años, casi toda Europa. 

En víspera de
la Revolución Francesa vivió en París, respiró su ambiente, descubrió a 

Rousseau y
decidió desde entonces convertir a la humanidad entera predicando el 

amor a la
naturaleza. Después de sus cinco años de peregrinación a pie por Europa 

regresó a
Caracas, se casó, tuvo, en año y medio dos hijas a quienes puso resueltamente 

nombre
de vegetales, las llamó Maíz y Tulipán a fin de adherirse al calendario de Fabre
d'Eglantine. A poco declaró: "Yo no quiero parecerme a los árboles que 

echan raíces
en un lugar, sino que quiero ser benéfico como el aire, el agua y el sol 

que corren sin
cesar" y volvió a emprender sus caminatas abandonando por decirlo 

así a su mujer y
a sus dos vegetales, quienes en adelante nunca contaron con él. Como 

fruto de sus
últimas meditaciones publicó un folleto titulado: "Reflexiones sobre los 

métodos
viciosos que rigen las escuelas actuales y medios de lograr sus reformas". 

Como el
folleto se comentó y adquirió él así cierto renombre de pedagogo se dio 

a buscar un
discípulo en quien poner en práctica las teorías expuestas por Rousseau 

en el Emilio.
Debía encontrarlo pronto en el niño Sirn6n Bolívar cuya educación le 

confiaron.
Rodríguez se sintió feliz. El niño llenaba las condiciones indispensables 

que debía
tener su Emilio: era rico, huérfano, noble y sano. El, Rodríguez, llenaba 

en su opinión
las del maestro o sea: prudente, joven, alma sublime y estado 

independiente. En esta
última condición no incluía naturalmente a su mujer y a sus dos pobres 

vegetales. A
fin de que su discípulo quedara "en estado natural" porque según decía 

"la razón del
sabio suele asociarse al vigor del atleta" se retiró con él al campo, le 

enseñó ejercicios
corporales y en lo demás se dedicó al difícil estudio de que no aprendiese 

nada.
Gracias a estos métodos de Simón Rodríguez cuando Bolívar se embarcó 

para Europa
a los dieciséis años de edad escribía de a bordo unas cartas ilegibles 

en un estilo
deplorable, llenas de faltas de ortografía. Pero gracias también a 

Rodríguez era ya el
andador, el jinete y el nadador incansable con quien más tarde no 

pudo competir
ninguno de sus compañeros de armas. Complicado en la conjuración 

de Gual y
España, y perseguido por las autoridades españolas, Rodríguez tuvo 

que interrumpir
bruscamente sus proyectos a lo Juan Jacobo Rousseau; abandonar la 

educación de su
Emilio y desterrado emprender de nuevo su vida errante por Europa. 

Botánico,
filósofo, físico, pedagogo, y comerciante, según las necesidades, 

recorre Alemania,
Rusia, Turquía, aprende innumerables idiomas, y como durante la 

travesía la lectura
de Robinson Crusoe le conmueve profundamente decide honrar a 

Crusoe en su propia
persona y ya no se llama Simón Rodríguez, sino Samuel Robinson. 

En Roma en 18O5
se encuentra de nuevo con Bolívar, recibe sus confidencias y una 

tarde, una de esas
maravillosas tardes de Roma ante el crepúsculo, conversando en el 

Monte Sacro a tal
punto se exaltan los dos, que Bolívar se transfigura, en una especie 

de delirio
romántico, toma la ciudad de Roma y toma al sol poniente por testigos 

y hace su
célebre juramento de libertar a la América española. Algunos meses 

después Bolívar
se va, Rodríguez se queda en Europa y durante veinte años no vuelven 

a verse
maestro y discípulo. En 1824 atraído por la gloria del que en todas 

partes llaman ya el
Libertador, Rodríguez decide regresar a América a fin de fundar en 

las naciones
libertadas por su discípulo un gran estado comunista en donde sólo 

exista la igualdad
y la dicha. Para comenzar tiene un proyecto: el de fundar un 

establecimiento
pedagógico. Bolívar le adelanta el dinero necesario. Simón Rodríguez 

o Samuel
Robinson se va al Alto Perú, instala su establecimiento, le hace gran 

propaganda,
obtiene muchos alumnos y lo inaugura caminando por él enteramente 

desnudo, a fin,
decía, de predicar con el ejemplo la vuelta del hombre a la naturaleza.
Las familias de sus discípulos se indignan, retiran a los alumnos, 

quieren procesarlo
por inmoral y después de gran escándalo quiebra el establecimiento. 

Con lo que le
resta, abre un comercio de velas en Chile y termina por fin sus días 

viejo y pobre en el
pueblito peruano de Paita a orillas del mar. Allí la casualidad le depara 

como vecina a
Manuelita Sáenz, aquella otra loca y gran amiga de Bolívar de quien 

ya hablaremos
luego y a quien ya vieja y paralítica seguían llamando en el pueblo 

"la Libertadora".
¿Qué no se contarían en su decadencia estos dos viejos originales? 

Cuando en 1854
moría Simón Rodríguez, veinticuatro años después de Bolívar, su 

discípulo, la vieja
Manuela Sáenz encabezó una suscripción entre los señores del pueblo 

para poder
enterrar con decencia a su amigo el pobre filósofo.

Bolívar fue a España por primera vez a los dieciséis años. Allí iba a encontrar 

muy pronto
el primero y el más completo amor de su vida. La partida inesperada de su 

profesor
Rodríguez había interrumpido bruscamente sus estudios. Para terminarlos o 

hablando más
propiamente para comenzarlos en la forma habitual, su tutor lo envía a Madrid a 

casa de
don Bartolomé Palacios, el cual se hallaba entonces de temporada en España y 

era hermano
de doña Concepción, la madre de Bolívar. Una vez en Madrid, de la casa misma 

de su tío,
Bolívar iba a encaminarse natural y directamente a la vida familiar del Palacio 

Real.
Mediaron para ello las siguientes circunstancias: don Bartolomé Palacios 

era íntimo amigo
del granadino Mallo, quien joven, arrogante y lleno de atractivos, era a su 

vez amigo íntimo
nada menos que de la propia reina María Luisa. Esta amistad que era vista 

con muy malos
ojos por el ministro Godoy, entonces omnipotente, daba lugar a muchas 

murmuraciones.
Entre tanto muy a pesar de Godoy un grupo de criollos nobles introducidos 

por Mallo
frecuentaban la corte de Carlos IV. Entre ellos se hallaba Bolívar el cual 

iba a menudo a
jugar a la pelota con los infantes, que aunque adolescente y tímido todavía, 

tenía ya muy
fino espíritu de observación. Pudo así ver de cerca el ambiente, poco 

edificante por cierto,
que presentaba aquella familia real, a la cual, él ingenuamente, desde su 

casa de Caracas
había venerado hasta entonces lo mismo que todos los suyos, como a 

una emanación de la
Divinidad.

Si bien se mira, a través de pequeños detalles, se llega a la convicción de que 

aquel primer
cambio de vida o sea la primera permanencia de Bolívar en Europa, fue 

triste, irritante y
deprimente respecto de su propia persona. Adolescente puntilloso y 

altanero como buen
criollo debió sufrir a menudo en su amor propio. Diga lo que diga la 

leyenda que lo quiere
ver siempre victorioso, dando raquetazos simbólicos en la cabeza del 

Príncipe de Asturias,
el futuro Fernando VII; diga lo que diga esa leyenda hay un aspecto más 

cierto y, por más
humano, más interesante. Entre los madrileños de su edad Bolívar no 

pasó nunca de ser el
indiano o el provinciano a quien no se toma mucho en cuenta, al contrario. 

La adolescencia
es brutal. Bolívar inadaptado al medio se hallaba en la edad ingrata. 

Pequeño, delgado,
tenía la voz atiplada con el acento dulzón y cantador de los criollos. 

Es muy probable que
sus ímpetus de dominador se recibieran con ironía o burla. Burlarse de

todo lo extraño:
acento, actitud o modismo es propio de esa edad y es propio de todas 

aquellas personas que
por inflexibilidad de espíritu, o incomprensión, no son capaces de penetrar 

más allá de su
ambiente. ¿Quién que se haya movido un poco en su vida no ha sentido 

con mayor o menor
intensidad esta helada desadaptación a un medio, producida por razones 

sutilísimas a
veces? Bolívar distó mucho de brillar en Madrid. A la inversa de lo que iba 

a ser en París
años después, el mundano elegante de la Rue Vivienne, el pobre adolescente 

de Madrid, no
debió sentirse nunca satisfecho de sí mismo. Esta influencia negativa y la 

decepción que le
produjo la reina María Luisa debieron pesar mucho en su vocación y determinar aquel
rumbo que en 1802 tomó su vida.

Ausente de Madrid don Bartolomé Palacios, Bolívar cambió de domicilio. 

Fue a encerrarse
en casa de su compatriota, el viejo marqués de Ustáriz, hombre de gran 

cultura que
despertó en su alma el ansia de saber, y le facilitó todo género de libros. 

Encerrado en casa
de Ustáriz, aquel prototipo del criollo letrado que tanto abundó en el siglo 

XVIII, sin ver a
casi nadie, Bolívar se entregó con tal ardor al estudio que estuvo a punto 

de caer enfermo.
Junto a sus libros en el aislamiento de su vida interior iba creciendo una 

pasión romántica.
A poco de llegar a España había conocido muy de paso, en Bilbao, a 

una linda niña
caraqueña llamada María Teresa, hija de don Bernardo Rodríguez del 

Toro y sobrina del
marqués del mismo nombre, gran magnate de Caracas, prócer de la 

Independencia.
Enamorado desde Madrid de la dulce Teresa que seguía en Bilbao, 

muchos meses Bolívar
no hizo sino leer, estudiar y pensar en ella. Un trivial incidente debía pronto 

cambiar su
vida y acelerar el ritmo de su amor romántico hasta llegar a la pasión violenta.
Una tarde, paseando a caballo, cerca del puente de Toledo, dos agentes 

de policía lo
detienen sin el menor miramiento. Bolívar, quien pensionado entonces por 

su tutor, distaba
mucho de ser rico, llevaba sin embargo botones de brillantes en sus puños 

de encaje. Un
decreto de Godoy acababa de prohibir tal uso. Por infracción al decreto 

lo declaran
detenido. La verdadera razón es que Godoy sospecha que lleva correspondencia 

amorosa de
manos de Mallo a manos de la Reina y quiere cerciorarse. Indignado 

Bolívar se niega a
obedecer. Los agentes lo tratan con insolencia, Bolívar se desmonta 

del caballo, saca su
espada y hay un pleito del cual pueden resultar serias consecuencias si 

no sale
inmediatamente de Madrid, cosa que hace por consejo de todos.
Es muy curioso observar que con este caso de Bolívar es ya la tercera 

vez que el lujo de los
indianos los hace caer en desgracia ante las autoridades o la corte de 

España. Por
presentarse con penacho de plumas de todos colores ante la presencia 

de Felipe II, quien
como de costumbre se hallaba, cerrado de negro, Fernando Pizarro, 

conquistador del Perú
que llegaba de América a defender su causa y la de sus hermanos, 

predispuso tan mal al
austero Felipe II, que recriminado primero por su penacho y por sus 

colores acabé
perdiendo su reclamación. Declarado rebelde fue a dar en una cárcel 

donde permaneció
veinte años. El mismo incidente aunque atenuado, ocurrió a Jiménez 

de Quesada el poeta
conquistador de la Nueva Granada. Habiendo desembarcado de América 

y acudido a una
audiencia cubierto de franjones de oro, que él juzgaba merecer y que 

atestiguaban de su
gloria tan legítima y tan pura, Quesada fue escoltado por los gritos de: 

¡al loco, al loco! y
así desprestigiado en su persona fue desoída igualmente su petición.
Humillado y furioso Bolívar se dirige a Bilbao, va a casa de don Bernardo 

del Toro y le
declara que quiere casarse inmediatamente con su hija a fin de embarcarse 

cuanto antes y
no regresar a España más. Don Bernardo trata de calmarlo, le ofrece 

arreglar las cosas y le
pide que espere algún tiempo antes de efectuar el matrimonio. Bolívar 

mientras tanto ha
vuelto a ver a María Teresa y ¡adiós los estudios! Adiós también las negras 

melancolías de
Madrid. Ya no se ocupa más que de ella. Todo el fuego de su genio y de 

su temperamento
exaltado se concentra en la que es ya su novia. Es la gran pasión. El resto 

del mundo se
borra de su horizonte y ya no vive, ya no respira, ya no ambiciona otra 

cosa que María
Teresa. ¿No representa ella además en el ambiente hostil del clima 

desapacible y personas
extrañas que lo rodean su tranquila casa de Caracas y sus lindos campos 

de los Valles de
Aragua? Allá entre sus siembras, su ganado y sus esclavos ¿no es él 

acaso mucho más que
un dios? Casarse cuanto antes con María Teresa y volar con ella a su 

hacienda de San
Mateo, ya, lo más pronto posible es la única aspiración de su alma 

vehemente. Los largos
meses de espera que impuso don Bernardo fueron un suplicio que 

sólo temperaba la
esperanza de la unión y del viaje.

Cuando Bolívar se casó tenía diez y nueve años. En el colmo de la 

felicidad se embarcó
hacia La Guaira y realizó su sueño: vivir en San Mateo al lado de 

Teresa la adorada. Pero
como dice la vieja canción "sueños de amor duran un día; penas de 

amor toda la vida",
Bolívar iba a cantarla llorando durante mucho tiempo esa vieja canción. 

A los ocho meses
de celebrado el matrimonio, por el zaguán de la casa de los Bolívar, 

salía el entierro de
María Teresa, muerta de fiebres perniciosas. Y fue una nueva explosión 

en el alma de
Bolívar. La muerte de Teresa lo desespera y así como antes quería llenar 

el mundo con su
pasión, ahora quiere llenarlo con su dolor. En su frenesí, no sabiendo 

qué hacer, regresa a
España. Va a llevar a la familia de María Teresa algunos recuerdos de 

ella, y va a llorar en
un medio donde comprendan su desesperación y la compartan. Pero a 

poco de llegar cae en
la cuenta de que el ambiente de familia no le da el tono sublime que 

necesita su dolor, y la
casa de don Bernardo le ahoga. En su sed de exaltación piensa entonces 

en su maestro
Simón Rodríguez. Se acuerda de que muchas veces paseando por el 

campo allá, en su
hacienda, habían proyectado visitar juntos algún día las más célebres 

ciudades de Europa.
Sí, sólo Rodríguez, el sublime, el visionario será capaz de comprenderlo. 

Corre por lo tanto
a buscarlo. Llega a París y comienza las indagaciones ¿dónde está 

Rodríguez?, ¿dónde está
Rodríguez? Nadie lo sabe. Por fin un día un amigo a quien acaba de 

conocer llamado
Carlos Montújar, lo informa de que Simón Rodríguez ya no existe, pero 

de que en su
reemplazo puede encontrar a Samuel Robinson quien se halla en Viena 

entregado a la
química. Trabaja en el laboratorio de un sabio alemán. Bolívar sale 

inmediatamente hacia
Viena y encuentra ¡por fin! a su querido Rodríguez, transformado en 

Robinson, rodeado de
fórmulas, sales, ácidos, y probetas. Pero ¡ay!, ¡pobre Bolívar! Su 

poema de dolor infinito
con el cual hubiese querido hacer estremecer el mundo entero iba 

a sufrir una nueva
decepción. Robinson le oye y casi no se exalta. ¡Qué! ¿La muerte de 

una persona? Es una
cosa normal de la naturaleza. Ya no le queda, pues, al desesperado 

otro recurso que buscar
él también la muerte. Así lo hizo. De la muerte lo vino a sacar sin saberlo 

su amigo el
nuevo Robinson en una forma inesperada y pintoresca. Oigamos cómo 

cuenta el propio
Bolívar el proceso de su hundimiento y de su resurrección. Lo hace en 

una carta
dirigida a su prima Fany de Villars. El tono patético de esta carta es muy 

gracioso y es
un documento sobre la formación romántica de Bolívar: tanto él como 

Rodríguez se
mueven en ella, no como personajes de la vida, sino como personajes 

de los libros de
entonces. "Yo esperaba mucho” escribe Bolívar en 1804 narrando su 

entrevista en
Viena con Rodríguez , yo esperaba mucho de la sociedad de mi amigo, 

el compañero
de mi infancia, el confidente de todos mis goces y penas, el Mentor 

cuyos consejos y
consuelos han tenido para mí tanto imperio. ¡Ay! en esta circunstancia 

fue estéril su
amistad. El señor Rodríguez sólo amaba ya la ciencia. Lo hallé ocupadísimo 

en un
gabinete de química que tenía un sabio alemán. Apenas logro verlo 

una hora al día.
Cuando me reúno con él me dice de prisa: 'Mi amigo, diviértete, 

reúnete con los
jóvenes de tu edad, vete al espectáculo, en fin es preciso distraerte. 

Este es el solo
medio de que te cures'. Comprendo entonces que le falta alguna cosa 

a este hombre, el
más sabio, el más virtuoso y sin que haya duda, el mas extraordinario 

que se puede
encontrar. A fuerza de sufrir caigo muy pronto en un estado de 

consunción y los
médicos declaran que voy a morir. Era lo que yo quería...".
Después de relatar las peripecias de su grave mal de amor y de 

romanticismo, sigue
contando a su prima cómo volvió a la vida : "Una noche -dice- en 

que todavía débil
podía sostener una conversación, Rodríguez vino a sentarse cerca 

de mi cama. Me
habló con esa bondad afectuosa que me ha manifestado siempre 

en las circunstancias
más graves de mi vida. Me reconvino con dulzura y me hizo conocer 
que era una
locura el abandonarme y querer morir en la mitad del camino. Me hizo 

saber que
existía en la vida del hombre otra cosa que el amor de una mujer y 

que podía ser muy
feliz dedicándome a las ciencias o entregándome a la ambición. Me 

persuadió como lo
hace siempre que quiere . . . La noche siguiente exaltándose mi 

imaginación con todo
lo que podría hacer, sea por las ciencias, sea por la libertad de los 

pueblos, lo llamé y
le dije: si, sin duda, siento que puedo volver a la vida y lanzarme en brillantes
carreras, pero sería preciso que fuese rico. Sin medios de ejecución 

no se alcanza nada
y lejos de ser rico soy pobre y estoy enfermo y abatido. ¡Ay! ¡Rodríguez, 

prefiero
morir! Y le di la mano para suplicarle que me dejara morir tranquilo. 

De pronto se ve
en la cara de Rodríguez una revolución súbita. Levanta los ojos y las 

manos al cielo
exclamando con voz inspirada: ¡Se ha salvado! Se acerca de nuevo a 

mí, me toma las
manos y pregunta: Mi amigo ¿si tú fueras rico consentirías en vivir? Di.. .
Respóndeme. Quedé irresoluto:
no sabía lo que esto significaba; respondo: sí. ¡Ah! exclama él, entonces 

estamos
salvos. ¿El oro sirve pues, para cualquier cosa? Pues bien, Simón Bolívar, 

eres rico,
has heredado, tienes actualmente cuatro millones".
El aviso de esta herencia que le legaba un tío se había recibido 

cuando Bolívar se
hallaba enfermo sin conocimiento. Ocupado con sus probetas Samuel 

Robinson había
olvidado en absoluto darle tan trivial noticia. Al escucharla, Bolívar 

dio un salto sobre
la cama. Ya estaba bueno y sano. Aquella inyección de cuatro millones 

lo había
curado. Pero sólo le curaba el cuerpo. El espíritu, como en la vieja 

canción quedaba
dolorido todavía.
No se equivocó Simón Rodríguez al decir que los cuatro millones 

de Bolívar iban a
servir para algo. Ellos lo condujeron hacia su prima Fany de Villars, 

la gran
inspiradora, la que le mostró su camino, le reveló su genio y le dio 

por medio de
detalles a veces insignificantes aquella magnífica confianza en sí mismo, 

que debía
crecer en Bolívar con la violencia de un incendio.

El amor de Fany no fue la pasión que absorbe y que anula. No. 

Amor templado y risueño,
amor de París, hizo de Fany más que la amante, la amiga, la consejera, 

la iniciadora.
Gracias a sus relaciones y a su don de gentes en su salón de París 

le tiende una mano a
Bolívar y lo hace subir sobre una especie de plataforma. La del París 

granado de entonces.
Desde allí él contempla toda su época, como se contempla un panorama, 

avalúa bien sus
fuerzas, se traza su destino y emprende su vuelo.
Cuando Bolívar habla de su amor por Teresa del Toro asegura que 

de no haber muerto ella,
él no hubiera salido nunca de los límites trazados por aquel idilio de 

su adolescencia.
Dafnis y Cloe de los Valles de Aragua hubieran terminado en Filemón 

y Baucis de la
hacienda San Mateo. Encauzado dentro del matrimonio al final de su 

vida -afirma el mismo
Bolívar- habría aspirado quizás a la alcaldía del pueblecito cercano. 

Hay personas que
rechazan esta suposición. A mí me gusta creerla porque me parece 

verosímil y porque me
parece muy dulce pensar que en la monotonía de la vida, cuando menos 

lo imaginamos,
pasa tal vez a nuestro lado un alma genial a quien un profundo amor la 

hizo olvidarse de sí
misma y la puso a caminar dentro del gran rebaño.
Fany de Villars era Aristiguieta por su madre y prima por lo tanto de Bolívar. 

Casada con
un francés, el conde de Villars, tenía en París -como tuvo años más tarde 

aquella otra criolla
cubana, la encantadora condesa de Merlín-, Fany tenía en París uno de 

los más elegantes
salones del tiempo del Consulado. Era la época de Chateaubriand, de 

Eugenio de
Beauharnais, de Madame Récamier, de Talma, de Madame de Stael, de 

Humboldt y de
Talleyrand. Todos estos iban al salón de Fany, la linda criolla parisiense, 

todos la invitaban,
todos la celebraban. Sobre las convulsiones de la Revolución Francesa, 

bajo el ritmo
acelerado de Napoleón comenzaba a nacer el Romanticismo. Era una 

ráfaga que parecía
venir de aquí, de América traída por Chateaubriand y a la cual el 

extraordinario viaje delbarón de Humboldt por las regiones equinocciales 
acababa de dar nuevo impulso y nuevas
alas. El momento no podía ser más propicio a Bolívar, el prototipo 
del romántico por
excelencia. A más de tener el fuego y la grandilocuencia del Romancismo, 

por su origen,
por la finura de su tipo y por su tristeza prematura parecía reencarnar al 

héroe recién
llegado de la selva americana. Al verle venir de Alemania tan joven, tan 

triste y tan rico,
Fany lo avaloró con una sola ojeada y decidió abrirle las puertas del éxito. 

Después de
haber sido el Emilio de Rousseau gracias a Simón Rodríguez iba a ser ahora 

gracias a Fany,
el René de Chateaubriand. Todo contribuía a la transformación. Instalado 

en un elegante
apartamento de la Rue Vivienne, el viudo de Teresa del Toro comenzó 

a ser, gracias a los
consejos de Fany, uno de los más refinados y más interesantes jóvenes 

de aquel París de
entonces, de aquellos que se paseaban por las galerías del Palais Royal, 

oían a Talma,
repetían los retruécanos de Brunet, se hacían retratar por David y se 

enamoraban
platónicamente de Madame de Récamier o de Paulina Borghése. Pródigo, 

elegante,
festejado de todos, Bolívar se dio a llevar una vida de príncipe. Perdía al 

juego cantidades
fabulosas, prestaba dinero a sus amigos, hacía regalos suntuosos, fue 

rival de Eugenio
Beauharnais a quien desafió por amor a Fany, se puso de moda y lanzó 

su sombrero, su
célebre "Chapeau Bolívar" cuyos bordes levantados inventó sin duda la 

misma Fany.
Los que viviendo en París y teniendo dotes de talento, de cultura, de 

originalidad o de
fortuna, se quejan del chauvinismo francés; o no tienen tales dotes, o 

no han encontrado
aún a su Fany de Villars, la animadora, la consejera de los pequeños 

detalles. París que sabe
ser tan grave es siempre frívolo, y no hay mejor recomendación que la 

que da de viva voz
con una sonrisa una mujer bonita.

El éxito mundano embriagó a Bolívar sin curarlo. Una vez obtenido ya 

no le interesó más.
Su tristeza continúa. El lujo, los elogios, los placeres le dejan un profundo 

hastío. Hace
continuos viajes a París para distraerse, regresa a París y ¡nada! En 

el fondo de su alma se
ha arraigado la inquietud de los insatisfechos. Así se lo escribe él mismo 

a Fany, la
inspiradora, a quien en sus cartas de amor llama Teresa como homenaje 

de fidelidad a la
muerta adorada. "El presente no existe para mí -le escribe un día recién 

llegado de Londresel
presente es el vacío completo. Apenas tengo un pequeño capricho lo 

satisfago al instante.
¡Ah! ¡Teresa, esto será el desierto de mi vida!. . . París no es el lugar 

que puede poner
término a la vaga incertidumbre de que estoy atormentado".
¿Con que no le vasta el éxito, la admiración y los honores? ¡A buscar 

pues otro objetivo!, y
Fany, la nueva Teresa, lo pone en su camino de Damasco al presentarlo 

y recomendarlo al
barón de Humboldt. Gracias a su insistencia Humboldt y Bolívar se hacen 

amigos. En el
curso de la amistad Humboldt va a descubrirle su patria americana como 

Fanny le ha
descubierto su genio y sus dotes de triunfador. El ilustre alemán que en un 

viaje de cinco
años a través de las regiones equinocciales acaba de causar una verdadera 

revolución en las
ciencias naturales y en la geografía del mundo, le relata con indescriptible 

entusiasmo las
riquezas y maravillas que encierran aquellos países inexplorados. Habla 

del porvenir que
los espera, de la necesidad absoluta de su emancipación. Describe conmovido 

los atractivos
de la sociedad criolla tan ingenua y tan amable. Su calidad de extranjero 

le ha hecho
apreciar mejor el encanto de aquella sencillez y de aquella gracia indolente 

y generosa.
Habla también del movimiento intelectual que ha apreciado entre los 

criollos. Hay centros
de avanzada cultura como Bogotá y Méjico. Ha conocido a poetas como 

Bello y sabios
como Mutis y Caldas. Tanto le complace la vida fácil y sonriente de 

aquellos países,
verdaderos paraísos terrenales que algún día, si las circunstancias se 

le permiten, piensa
trasladarse allá a terminar su vida.
Bolívar la escucha asombrado. Una luz milagrosa lo ilumina. La fe el 

entusiasmo van
creciendo en su alma a medida a que intima con el sabio. ¡Qué lejos se 

ha quedado ya
aquella impresión deprimente por su patria y por su persona del pobre 

indiano adolescente
de Madrid!

Un día, poco después de la coronación de Napoleón en la cual Bolívar a 

pesar de haberla
desaprobado ha sentido el delirio de la gloria, a poco de aquella ceremonia 

celebrada en
Notre Dame va visitar a Humboldt. Como al hablar de nuevo sobre la 

emancipación de la
América Española, Humboldt dijese: "Veo la obra pero no veo el hombre 

capaz de
realizarla", con el recuerdo aún vivo de la Apoteosis de Napoleón, Bolívar, 

el terrible
ambicioso de veinte años, guardó silencio, pero se contestó a sí mismo: 

"Este hombre seré yo".

Y desde ese día se acabó París. Entre lágrimas y suspiros se despidió de Fanny, 

la única
confidente de su empresa, se fue a Italia, se acercó de nuevo a Humboldt que 

se hallaba en
Nápoles, acompañado por Simón Rodríguez fue a pie hasta Roma, pronunció 

su juramento
del Monte Sacro, volvió a despedirse de Fany en una larga, dolorida carta 

y ungido por ella
se embarca definitivamente hacia La Guaira, es decir hacia uno de los más 

bellos destinos
que haya tenido en la Historia hombre ninguno.

Para hablar de la influencia que en la vida heroica de Bolívar van a tener 

ahora las mujeres
se necesitaría por lo menos escribir un libro entero. Tierno y apasionado 

no son sólo sus
grandes amores los que le impulsan, es también el cariño, la piedad y el 

espíritu de
protección hacia sus allegadas o sus simples amigas. Los aplausos de las 

mujeres que en
todas las capitales de América lo aclaman y lo adoran como un dios lo 

embriagan de
orgullo y de felicidad. Después de sus grandes victorias piensa con 

entusiasmo de
adolescente en tal o cual baile que va a darse en su honor, en las mujeres 

que van a asistir a
él; cambia todo un plan de batalla por acudir a una cita; después de haber 

caminado frente a
su ejército de la mañana a la noche, baila hasta que apunta el día y la 

presencia de cualquier
mujer bonita aunque no le conozca lo llena de alegría. En la intimidad de 

la familia atiende
sonreído a las amonestaciones de aquella hermana María Antonia que 

tiene sus mismos
arranques y su mismo don de mando y un día de gran triunfo en 1827 

cuando entrando a
Caracas bajo palio después de una larga ausencia lo aclama la multitud 

delirante, como
viera asomar allá a lo lejos a su nodriza la negra Matea Bolívar quien 

con su blanco paño de
esclava por la cabeza llorando de emoción le manda besos, él, se detiene 

hace parar todo el
cortejo, atraviesa la multitud y corte a abrazar a su negra vieja.
Doña Manuelita Sáenz, a quien el mismo Bolívar llamó la Libertadora del 

Libertador por
haberle ella salvado la vida en dos ocasiones, es el último, el más 

accidentado y el más
pintoresco de los amores de su vida. ¡Qué lejos por el tiempo y el 

carácter queda esta
extraordinaria doña Manuelita de aquella apagada Teresa del Toro tipo 

de la clásica criolla
romántica que pasa en la vida sin dejar más huella que el dolor 

producido por su muerte!
No siendo posible mencionarlas todas luego de hablar de las dos 

primeras hablaré,
brevemente, no se asusten, del último amor de Bolívar. La figura de doña 
Manuelita es en
extremo interesante no sólo por su lado pintoresco sino porque representa, 

si bien se analiza
el caso de la protesta violenta contra la servidumbre tradicional de la mujer 

a quien sólo se
le deja como porvenir la puerta no siempre abierta del matrimonio. Mujer 

de acción no
pudo sufrir ni el engaño ni la comedia del falso amor. Hija de la revolución 

no escuchó más
lenguaje que el de la verdad y el del derecho a la defensa propia. Fue la 

mujer "aprés
guerre" de la Independencia. Predicó su cruzada con el ejemplo sin perder 

tiempo y sin dejar escuela.

Nacida no se habe bien si en el Ecuador, en la Argentina o en el Alto Perú, 

de una familia
distinguida y rica, doña Manuelita, que era muy linda y muy joven se había 

casado siendo
casi niña con un inglés a quien nunca había querido y quien la aburría de 

muerte. Un día
vio desde un balcón a Bolívar que entraba victorioso en Quito, se enamoró 

de él y sin mas
ni mas decidió ante sí misma divorciarse de su inglés y casarse con Bolívar. 

Entonces no
existía el divorcio. No hubo por lo tanto ni abogados, ni procesos, ni ceremonia
matrimonial, pero tampoco hubo engaño ni escondite. Doña Manuelita 

participó su
resolución a todo el mundo, al inglés el primero. El inglés aceptó la decisión 

con tristeza
resignada. Como era de esperar el resto de la gente se escandalizó. Casi 

todas las
contemporáneas de doña Manuelita la rechazaron indignadas. Lo hacían por 

natural espíritu
de conservación social y dentro de su criterio tenían razón. Pero doña Manuelita 

no se
amedrentó por eso. Nacida y criada en plena guerra pensó, no sin cierta 

lógica, que si se
atacaba impunemente el quinto mandamiento "no matarás" bien se podía 

atacar la
indisolubilidad del matrimonio en un caso como el suyo. Y la atactó ella sola, 

de frente,
lanza en ristre y pistolas al cinto como solía hacer siempre que se urdía 

alguna grave intriga
contra Bolívar o contra ella. Dicen algunos que doña Manuelita actuó así 

porque era atea o
librepensadora. Yo creo al contrario que cuando a caballo, vestida de 

hombre, escoltada por
dos negras valientes y ecuestres también que le servían de edecanes, 

cuando escoltada así
por sus dos negras se lanzaba a la pelea, allá en el fondo de su conciencia 

recordando al
inglés, al mismo tiempo que desafiaba la muerte desafiaba el infierno lo cual 

es el colmo
del heroísmo.

He aquí el retrato que hace de ella uno de sus contemporáneos:
"Cuando la conocí -dice- contaría unos veinticuatro años. Tenía los ojos 

negros, atrevidos,
brillantes, la tez blanca como la leche, la estatura regular y muy de buenas 

formas. De
extremada viveza era generosa con sus amigos y caritativa con los 

pobres. Muy valerosa
sabía manejar la espada y la pistola, montaba a caballo, vestida de 

hombre con pantalón
rojo, ruana negra de terciopelo y sueltos los rizos que se desataban a 

su espalda debajo de
un sombrerillo con plumas que realzaba su figura encantadora".
Por lo visto, a medida que aumentaban sus proezas doña Manuelita iba 

militarizando más y
más su vestido. Le añadía colores y le cosía nuevos galones. Digo esto 

porque Palma cita
otro retrato hecho poco después por un segundo testigo en el cual aparece 

con dolmán rojo,
botones amarillos y brandenburgos de oro.

Sea como fuere es lo cierto que con su uniforme, su lanza, su caballo y 

sus negras ecuestres
que se llamaban Natán y Jonatás, doña Manuelita dio mucho que hacer 

a los gobiernos del
Perú y de Colombia cuando éstos se declararon hostiles a Bolívar. 

Al ausentarse él y
presentarse la menor ocasión, doña Manuelita que se creía obligada a 

guardarle las
espaldas, aprovechaba la oportunidad y hacía una salida lanza en ristre a lo 

Don Quijote.
Estas salidas casi nunca tuvieron éxito, muy al contrario, pero ella sin 

desanimarse,
continuaba al acecho. Por evitarse desasosiegos lo mismo el gobierno 

del Perú que el de
Colombia acabaron por desterrarla.

En el fondo doña Manuelita tenía siempre razón. Era la época triste de 

Bolívar, la de la gran
cosecha de ingratitudes, el calvario, los últimos años tan amargos de su 

vida. Sus proyectos
de unión y de concentración estorbaban los pequeños intereses. Disuelta 

la Gran Colombia
y anarquizada su obra lo acusaban por todas partes de tiranía y de autocracia. 

Al ausentarse
de un país a otro estallaban revueltas contra él. Era lo que sulfuraba a 

doña Manuelita y la decidía a entrar en escena.

En Lima en 1827 tuvo lugar la traición de Bustamante dirigida naturalmente 

contra Bolívar
quien acababa de salir para Colombia. Advertida á tiempo doña Manuelita 

corrió a un
cuartel, hizo reaccionar a un batallón, pero fracasó en su intento y el gobierno 

que surgió
del cuartelazo la desterró del Perú.

Durante varios años vivió entonces en Bogotá en la Quinta Bolívar lado de éste, 

rodeada de
honores que le dispensaban todos los grandes hombres del día quienes la 

trataban como a la
mujer legítima de Bolívar. Las señoras se mostraban más esquivas, pero 

doña Manuelita no
se alarmaba por eso. Opinaba que la conversación de las mujeres era por 

lo general menos
interesante. En la célebre noche del 25 de septiembre en que un grupo de 

conjurados, como
saben todos ustedes, asaltó la casa para asesinar a Bolívar, doña Manuelita, 

que con
intuición admirable comprendió de lo que se trataba lo hizo huir por una 

ventana. Armada
con una pistola salió después ella misma al encuentro de los conjurados, 

les abrió la puerta
y logró despistarlos sobre el rumbo que al escapar habla tomado Bolívar. 

Desde aquella
noche, la llamaron y se llamó a sí misma la Libertadora.

Durante una de las ausencias de Bolívar como Santander, Vicepresidente 

entonces de
Colombia, se condujese en forma que ella juzgó malévolamente para con el 

ausente decidió
dar una gran fiesta a la que invitó a las personas más notables. La fiesta 

comenzó por el
fusilamiento del propio Santander en la persona de un muñeco de trapo 

fabricado por ella al
efecto. Después del fusilamiento hubo baile basta la madrugada. Aquella 

ceremonia
irrespetuosa contra el propio Vicepresidente seguida de baile produjo 

gran escándalo. El
escándalo recayó naturalmente sobre Bolívar el cual tuvo que desaprobar 

lo ocurrido públicamente. Por razón de Estado escribió una carta fulminante 
en que llamaba a la fiesta en general acto torpe y miserable y en la que 
trataba de excusar a doña Manuelita llamándola con propiedad y cariño 
la amable loca.

Pero por el mismo correo le escribió una carta a doña Manuelita en la qué 

poco más o
menos le decía que era ella la mujer más graciosa y más simpática que 

había conocido en
su vida.

Otro día, estaba ya Bolívar muy enfermo, se celebraba la fiesta de Corpus. 

En la plaza
mayor de Bogotá se habían preparado fuegos artificiales con figuras grotescas. 

Encerraban
grandes sorpresas. Todas esperaban con entusiasmo. A la caída de la 

tarde vienen a advertir
a doña Manuelita que entre dichas figuras hay un señor Despotismo y 

una señora Tiranía
que son en realidad su propia caricatura y la de Bolívar. ¡Ah! ¿conque el 

Despotismo y la
Tiranía? Está bien, que se esperen un momento ellos y la fiesta. Poseída 

al instante por una
ráfaga de revancha destructora mandó a ensillar, se puso los pantalones, 

el dolmán con
todos sus galones, cogió la lanza, las pistolas y calle arriba a trote largo 

seguida por Natán y
Jonatás, llegaron a la plaza y arremetieron las tres contra la pirotécnica. 

Todo quedó hecho
añicos, en la oscuridad de la noche no brilló ni una sola de las ingeniosas 

alegorías. El
general Caicedo, Presidente entonces de Colombia, decidió hacerse el ciego 

e impidió que
se procediese contra doña Manuelita. Al día siguiente, un periódico 

demagogo amanecía
bramando contra la debilidad de Caicedo:
"Una mujer descocada -decía el periódico-, que se presenta en el traje que 

no corresponde a
su sexo y que hace verter lo mismo a sus dos criadas insultando el decoro 

y burlando las
leyes se presentó ayer en la plaza pública, atropelló los guardias que 

custodiaban el
hermoso castillo de fuegos artificiales y rastrilló una pistola declamando 

contra el gobierno,
contra el pueblo y contra la libertad. La sola presencia de esa mujer 

forma el proceso de la
conducta de Bolívar. . .". Y aquí rayos y truenos contra el Presidente Caicedo 

quien
enterado de lo ocurrido lejos de encarcelar a la agresora había ido galantemente 

hasta su
casa con el fin de tranquilizarla y darle explicaciones.