sábado, 23 de agosto de 2008
Influencia de las mujeres en la formación del alma americana
por Teresa de la Parra
Conferencia dictada en Bogotá, Colombia, 1930
[Esta es básicamente una semblanza sobre Manuelita Sáenz, pero -aunque breve- ofrece un
interesante retrato de Simón Rodríguez]
ANTES DE IR a buscar la influencia decisiva y medio oculta que van a
tener las mujeres
en la Revolución o Guerra de la Independencia, les invito a evocar la
época. Mirémosla
pasar un momento como en la pantalla de un cinematógrafo. La
imagen exterior nos
reflejará así más vivamente lo que pasa en el alma. Imaginemos
una calle cualquiera de
de nuestras ciudades coloniales, ¡se parecen todas tanto!
Corren los últimos años
del siglo XVIII.
Es al caer la tarde. A uno y otro lado del paisaje sobre las ventanas y
sobre la calle, corre el
alero con su festón de tejas coloradas. De tiempo en tiempo bajo el
alero corre también una
canal pidiéndole agua al tejado. Canal y alero quedan tan bajos que
subiéndose al segundo
tramo de una ventana pueden alcanzarse con la mano. Las ventanas
tienen balaustres
gruesos y empotrados como los de una cárcel y son anchas. Por
cada tres o cuatro ventanas
hay un portón claveteado. Es todo lo que ofrecen las fachadas.
El piso de la calle está
empedrado con cantos rodados o con lajas anchas. Crece la hierba
entre las lajas. Crece
también sobre las tejas y de vez en cuando salpica por capricho el
borde de una canal.
Levantando los ojos se ve el cielo límpido. La temperatura es deliciosa
y sobre los tejados
asoma un campanario y asoman a los lejos las montañas.
Andando, andando, calle abajo, allá vienen dos esclavos vestidos de
blanco que cargan en
parihuela una silla de mano. Ya se acercan. Ya pasan. Recostada en
la silla con manto y
mantilla, toda de negro, apenas se le ve la cara, va una mantuana, es
decir, una criolla noble
de las que sólo pueden salir a la calle, envueltas en un manto, de donde
el nombre de
mantuana o aristócrata. Es tarde. Ya van a dar las siete. Ya comió la
mantuana, ya se rezó
el rosario, ya los esclavos levantaron los manteles y las esclavas se
fueron a hacer dormir
con cantos y cuentos a los niños de la casa. Meciéndose al paso que
riman los parihueleros,
doblan la esquina silla de mano y mantuana. Ella va a la tertulia del
señor marqués o el
señor conde su primo tercero o su primo cuarto. Es el más rico de
todos los de la ciudad. La
calle se queda sola un buen rato. Ahora por la esquina que doblaron
los parihueleros asoma
un capuchino. Viene del convento y va a casa de un impedido para
confesarlo. Crujen las
sandalias y castañetea el rosario a medida que avanzan los pasos.
Vuelve la calle a quedarse
sola otro buen rato. Ahora se detiene en la esquina el único vigilante
nocturno que hay en la
ciudad y grita con voz que tiene de queja y de canto: "¡saquen la luz!".
La voz se sigue
oyendo de esquina en esquina: ¡saquen la luz!, ¡saquen la luz!, hasta
que por fin se pierde
como un eco en los confines de la ciudad. A poco se entreabre la
primera ventana, y una
negra con los brazos desnudos y el escote redondo que brilla junto al
borde de la camisola
blanca, alza el brazo y cuelga de uno de los tramos de la reja un candil
de aceite encendido.
Ya se acerca la noche. Ya la hilera de candiles alumbra la calle que no
debe quedarse a
oscuras cuando no hay luna. Como es propiedad de todos la alumbran
entre todos. Ahora
viene un mantuano. Es joven. Ahí se acerca caminando ligero. A él
también le cruje el
calzado y va moviendo al vaivén de los pasos los faldones del casacón
de terciopelo. El
también va al chocolate del señor Marqués. Lleva peluca blanca,
chaleco de seda, chorrera
de encaje, calzón y zapatos bajos con hebilla de plata. Tiene los bolsillos
atestados de
libros. Los lleva escondidos no vayan a descubrirlos las autoridades
civiles o los delegados
de la Inquisición. Uno de los libros, el más peligroso y el que por lo
tanto se espera con
mayor ansia es un folleto llamado La Declaración de los Derechos
del Hombre. Van a
leerlo en alta voz dentro de un rato en la sala del marqués. El mantuano
lo ha recibido
directamente del granadino Nariño quien a escondidas en su casa de
Bogotá lo tradujo, lo
imprimió y lo ha puesto a circular desde México hasta la Tierra del Fuego.
Por semejante
atentado Nariño ha sido preso, lo van a enviar a presidio y le van a
confiscar todos sus
bienes. Quizás si la lectura de esta noche le cuesta al mantuano lo
mismo. ¡Qué se hace!
Con su tesoro y su peligro en el bolsillo va caminando contento.
Junto con el tesoro lleva
quizás un nombre ilustre que va a guardar para siempre la historia.
Tal vez no. Tal vez
como la mantuana, el fraile y los esclavos está condenado a una
muerte oscura. Su sangre
anónima correrá en el torrente que empezó a manar en conjuraciones
fracasadas como las
de Gual y España y que desde entonces corre y correrá hasta
estancarse por fin 25 años
después en Ayacucho. Ya el mantuano dobló la esquina. Ya cayó
enteramente la noche.
Entre los árboles de un corral vecino se oye el cantar siniestro de la
pavita. Dos manzanas
más allá, a portón cerrado, la tertulia del marqués se prolonga
misteriosamente hasta la
media noche.
Con muy ligeras variantes este mismo cuadro se repite al mismo
tiempo en las mismas
ciudades que ya están maduras para la Independencia, llámense
virreinatos, capitanías o
simples provincias. Durante la segunda mitad de siglo, la nobleza
criolla ha cultivado su
espíritu. Casi todos los jóvenes van a estudiar a las universidades
de Méjico, Lima o Bogotá
que son las más famosas. Algunos van a Europa. Si los criollos ricos,
refinados y
orgullosos como son, acatan desde lejos la autoridad del rey, están
en cambio enconados
contra los chapetones o gobernantes españoles quienes a menudo,
brutales e interesados no
tratan de adaptarse al ambiente. Sólo piensan en enriquecerse a
expensas muchas veces de
esos mismos criollos dueños efectivos del país porque son los dueños
de la tierra. A veces
para mortificarlos más eficazmente los chapetones se alían con los
pardos. Parciales les dan
la razón o les conceden privilegios sobre los criollos blancos sus
enemigos naturales.
Humillados en su orgullo de casta, los criollos guardan un hondo
rencor. En el grupo de
descontentos, ellas, las mantuanas, se destacan. Son las abanderadas
de este sentimiento de
encono que está pidiendo a gritos una protesta. Como lo demostrarán
en la Independencia,
bajo su exterior lánguido tienen una alma de fuego lista para todas
las exaltaciones, todos
los sacrificios y todos los heroísmos. Los clubes o centros de reuniones
secretas donde irán
a conspirar los hombres solos, casi no existen todavía. Las mujeres
por lo tanto asisten a los
comentarios, a la exposición de las nuevas ideas, a todos los gérmenes
de revolución que
van creciendo a puerta cerrada en las salas y en los patios de las
casas principales. Allí, en
la tertulia ellas fustigan a los hombres con sus observaciones personales
y sus palabras
vehementes. Una contará el último rasgo de superioridad insolente que
le sorprendió al
Capitán General durante la misa mayor del domingo. Otra comentará
la desatención de un
chapetón cualquiera quien le cedió tarde y mal el paso cuando ella,
escoltada por la esclava,
la silla y la alfombra de rezar en la iglesia, salía a pie de la catedral y
atravesaba la plaza
camino a su casa.
Se ha hablado mucho de la influencia favorable a la Revolución que
tuvo aquí en toda
América la expulsión de los jesuitas. Los vehículos activos de tal influencia
fueron las
mujeres. Esta observación salta a la vista. El conde de Aranda,
ministro de Carlos III, quien
tan extraordinarias reformas, superiores al espíritu de la época,
pensaba aplicar al régimen
colonial español, no se dio cuenta de la catástrofe sentimental primero
y política después
que iba a desencadenar en América la salida de los jesuitas. Como en
toda pena de destierro
seguida de confiscación de bienes la expulsión de los jesuitas dio
ugar a escenas
desgarradoras que no podían olvidarse fácilmente sobre todo en aquella
época de exaltado
sentimentalismo en que la vida entera giraba alrededor de la iglesia
y el convento. Los
expulsados eran en su mayoría criollos, hijos, hermanos y parientes
que al verlos embarcar
los despedían para siempre hacia una especie de muerte en donde los
esperaba la hostilidad
y la miseria. Era la época negra de la Compañía de Jesús. De todas
partes la rechazaban y el
Papa iba pronto a suprimir la orden. Hábiles directores de conciencia
como lo han sido
siempre, a la vez que divulgaban la cultura y prestaban todo género de
servicios morales y
materiales los jesuitas de la colonia, poderosos por sus riquezas y
su influencia imperaban
por completo en el reino de las almas, en el de las almas femeninas
muy especialmente. En
ellas inculcaban la idea inseparable de Dios, Patria y Rey. Estos tres
conceptos formaban un
solo credo. La Patria y el Rey eran sinónimos de la sumisión a España.
Arrojados y
perseguidos por el Ministro del Rey se disoció la trinidad y cundió
en las conciencias la
anarquía del cisma. Por otro lado, acosados por los sufrimientos los
jesuitas desterrados se
acordaron que eran criollos y comenzaron a ser desde el extranjero
los mejores agentes de
la Independencia. Aquí en América, las mujeres seguían llorando en
los ausentes a sus
hijos, a sus hermanos y a sus directores de conciencia. Las demás
órdenes religiosas mal
preparadas para ejercer la dictadura espiritual por menos sutiles y
por ser rivales
responsables hasta cierto punto de la expulsión, no llegaron a ocupar
nunca el lugar que
dejara vacío la Compañía de Jesús. Privada de tan absorbentes
directores la piedad
femenina sin perder su forma exterior perdió la rigidez y la austera
disciplina católica y
española. Salida de su cauce la religión sufrió la misma transformación
que había sufrido la
raza. Ella también se hizo criolla. Ella también se meció en hamaca, ella
también se abanicó
indolentemente pensando en cosas amables que no mortificaran
demasiado el cuerpo. El
calor de las llamas del infierno se fue atenuando hasta convertirse
en una especie de calor
tropical molesto, pero llevadero con un poco de paciencia, descanso
y conversación. El
pecado mortal se hizo una abstracción bastante baga y el terrible
Dios de la Inquisición
comenzó a ser una especie de amo de hacienda, padre mi padrino
de todos sus esclavos,
dispuestos a regalar y a condescender hasta el punto de pagar y
presidir él mismo los bailes
de la hacienda. Esta forma de catolicismo cómodo y medio pagano
no es invención mía.
Desconocido quizás aquí en Colombia existe todavía en la mayoría
de los países de
América, no ya en el pueblo cuya mezcla con el fetichismo indio y
africano puede dar
margen a un larguísimo estudio, sino en las mejores clases de la
sociedad creyente. Yo
conocí, por ejemplo, en Caracas una amiga muy querida que tenía
la casa llena de santos.
Estos solían tener velas o lamparitas de aceite encendidas según
los días. Llena de piedad
observaba los mandamientos de la Iglesia en esta forma: iba a misa
los lunes porque los
domingos había demasiada gente en la iglesia, y la multitud, según ella
declaraba, a la vez
que no olía muy bien, le estorbaba con su ir y venir el fervor de la oración.
Guardaba con
mucho escrúpulo la vigilia de Cuaresma, pero no los viernes cuando
la afluencia de
cocineras madrugadoras arrasaba desde temprano con el mejor pescado,
sino cualquier otro
día de la semana en que sin angustias ni precipitaciones se podía
obtener un buen pargo
fresco de primera clase. Su profesión de fe era la siguiente: (que
debo advertirlo, sin la
menor animosidad anticlerical) "creo en Dios y en los santos, pero no
creo en los curas". Si
buscáramos la genealogía de este "no creo en los curas" iríamos a
dar sin duda con aquella
protesta de las criollas del siglo XVIII quienes por espíritu de fidelidad
y por espíritu de
contradicción no quisieron aceptar nunca ni a los curas seculares ni
a las órdenes religiosas
que debían reemplazar en el gobierno de sus conciencias a sus muy
queridos y muy
llorados jesuitas.
Mientras la Semana Santa, las imágenes benditas, el rosario y la misa
seguían pues,
ocupando sus mismos puestos, sin concilios, teología, ni latín, las criollas
resolvieron por
su cuenta arduos problemas de casuística y se hicieron en muy poco
tiempo su credo
personal. En él entraba, como Pedro por su casa, la protección y
divulgación de las obras de
Montesquieu, Voltaire, Rousseau y demás enciclopedistas franceses.
Era en parte una
manera de provocar a los chapetones insolentes que las prohibían y
de burlar sus pesquisas:
eso bastaba. Pasarse en secreto los libros prohibidos era un sport.
Leerlos era una delicia,
no por lo que dijeran, sino porque los prohibía una autoridad que
no penetraba en la
conciencia. A fin de cuentas era el contagio inevitable y virulento
de la Revolución
Francesa que transmitía la misma España y que respondía en América
a cambios y reformas urgentes a la dignidad criolla.
En lo que concierne la complicidad de las mujeres en esconder, leer y
hacer circular los
libros prohibidos, hay una carta muy significativa. La escribe desde París
el revolucionario
o patriota chileno Antonio Rojas. Es en el año 1787, es decir, veinte años
después de haber
expulsado a los jesuitas. Una chilena joven y linda de quien no se sabe
el nombre, había
escrito a Rojas pidiéndole datos y permiso para abrir ciertas cajas
misteriosas de libros que
él había confiado a su cuidado antes de salir de Santiago de Chile.
Rojas le contestó desde
París: "¿Para qué datos ni permisos? ¿no es usted la dueña del
dueño de las cajas?". Y
comienza a enumerar los nombres de los libros y de los autores con
picante ironía como
para excitar la curiosidad de su amiga: "Hay unos tomos in folio que
son ejemplares de un
pestífero Diccionario Enciclopédico que dicen es peor que un tabardillo.
Item, las obras de
un viejo que vive en Ginebra que unos llaman Apóstol y otros Anticristo;
Item, las de un
chisgarabís que nos ha quebrado la cabeza con su Julia; Item, la preciosa
historia natural de
Buffon. . .". Y así prosigue la lista.
El prestigio de los libros recae sobre el idioma en que fueron escritos y
comienza a cundir
entre los jóvenes la moda de aprender francés. Aquellos que lo saben
declaman la tragedia
de Corneille. Las alusiones de Tancréde los entusiasma:
"L'injustice a la fin produit l'Independance" y las ardientes criollas
presienten el papel
sublime a lo heroínas de Racine que no en el teatro, sino en plena vida
y frente a la muerte
van casi todas a desempeñar muy pronto.
No pretendo hacer aquí la apología de las heroínas de la Independencia
del tipo de Pola
Salavarrieta quienes supieron pelear a la par de los hombres y morir
fusiladas con valor y
dignidad como las chisperas del Dos de Mayo y como las más estupendas
mujeres de la
Revolución Francesa. La historia ha recogido ya esos nombres que
todos conocen y que
irán creciendo con el tiempo a medida que crezcan los países y la idea
de patria. Es a las
mujeres anónimas, a las admirables mujeres de acción indirecta a quienes
quisiera rendir el
culto de simpatía y de cariño que merece su recuerdo. Durante más de
tres siglos habían
trabajado en la sombra y como las abejas, sin dejar nombre, nos dejaron
su obra de cera y
de miel. Ellas habían tejido con su abnegación el espíritu patriarcal de
la familia criolla y al
pasar sus voces sobre el idioma le labraron en cadencias y dulzuras
todos sus propios
ensueños . Cuando llega la Independencia una ráfaga de heroísmo
colectivo las despierta.
Movidas por él pasan en la historia como el caudal de un río. Es una
masa de ondas
anónimas que camina. Uno de estos momentos históricos el más
simbólico y quizás
también el más sublime es aquel que se llamó en Venezuela la Emigración.
Era en 1814. Se había firmado ya el Decreto de Trujillo. Esto quiere decir
sencillamente
que el ser patriota o criollo era un delito que se pagaba con la pena de
muerte ante los
españoles y ser español o realista era otro delito que se pagaba del mismo
modo ante los
criollos. Estos últimos instruían sus procesos de la siguiente manera:
Diga naranja,
ordenaban al acusado o sospechoso. Si éste decía naranja sonando
la jota se le pasaba
inmediatamente por las armas. Así las cosas de un lado y de otro, avanzaban
los españoles
sobre Caracas. Venían de degollar a todos los habitantes de la ciudad de
Valencia y
aseguraban que harían lo mismo con los caraqueños si éstos no se
rendían desde el primer
momento. Caracas se hallaba aún entre los escombros del terremoto
del año doce. Bolívar,
que carecía de elementos con qué resistir, tuvo que salir de la ciudad
para ir a reclutar un
ejército. Por no caer de nuevo bajo el antiguo régimen, la población entera
de Caracas
resolvió marcharse a pie detrás de Bolívar. Eran cuarenta mil personas,
casi todas niños y
mujeres, porque los hombres estaban en la guerra. En la ciudad
destruida y desierta no
quedó más que el arzobispo y las monjas enclaustradas de sus tres
conventos.
Muertos de hambre, de cansancio y de sed, los emigrantes atravesaron
a pleno sol del
trópico por llanuras desoladas casi toda Venezuela. A caballo, a la
cabeza de aquella
multitud andante y moribunda, Bolívar, como un nuevo Moisés, la conducía
al azar, sin
más esperanza que aquella fe en su genio que los demás y él tenían.
Después de ataques y
aventuras sin cuento cuando llegaron por fin donde Bolívar podía formar
un ejército, de los
cuarenta mil niños y mujeres salidos de Caracas, quedaban apenas
una pequeña parte. Los
demás se habían muerto de hambre, de insolación y de cansancio en
el camino. Bandadas
de zamuros iban marcando las huellas por donde había pasado la caravana.
Prescindiendo de los demás próceres de la Independencia, a lo largo
de la vida de Bolívar
que es el más significativo, desde su infancia hasta su muerte, podemos
apreciar muy
fácilmente la parte importantísima que toman las mujeres en su vocación
de libertador y en
la consolidación definitiva de su genio. Gran enamorado, según él mismo
confiesa, sólo las
mujeres a quienes quiso con pasión tuvieron influencia en sus gustos,
en su carácter y en
sus decisiones. También la tuvo Simón Rodríguez aquel maestro de
su adolescencia
quien por paradójico, idealista y visionario se salía del nivel corriente
de los hombres.
Desde su nodriza, la negra Matea, hasta Manuelita Sáenz, su último
amor, Bolívar no puede
moverse en la vida sin la imagen de una mujer que lo anime, lo
consuele en sus grandes
accesos de melancolía, y le preste sus ojos para mirar con ellos dentro
de su propio genio.
Huérfano desde muy niño es en los brazos de la esclava Matea donde
Bolívar oye y mira
por primera vez la honda poesía de la vida rural que es la faz más
querida y noble de la
Patria. Es en su hacienda de los Valles de Aragua, la hacienda típica
criolla, la hacienda
casi bíblica en donde los esclavos, prolongación de la familia, se
llaman de apellido Bolívar
o Palacios, del nombre del dueño que es el dios y el padre de todos.
Al caer la tarde, terminado el trabajo del campo, Matea lleva a su
niño Simón al
repartimiento o patio de los esclavos. Allí bajo el propio cielo mientras
cae la noche él oye
cuentos de miedo con duendes y fuegos fatuos, que narra algún
viejo negro. Los cuentos
tienen casi siempre como tema los horribles crímenes del tirano
Aguirre, el conquistador
rebelde y bandido, cuya alma en pena vaga todavía en forma de
lucecita que se apaga y se
enciende mucho más grande que los cocuyos. Es una luz que camina.
A veces aparece en la
llanura, otras veces se sube a la copa de un árbol inmenso que se ve
desde el corredor de la
hacienda allá a lo lejos y que se llama el Samán de Güere. Treinta
años más tarde bajo la
copa del mismo Samán legendario de su infancia, que aunque viejo y
tullido todavía existe
y aún lleva en su copa el alma en pena del conquistador muerto en
pecado, bajo ese mismo
samán, Bolívar debía acampar con su ejército en una noche histórica.
De los brazos de la esclava Matea quien debía morir centenaria llena de
honores y a quien
Bolívar quiso siempre tiernamente, el futuro Libertador, que era un niño
terrible, pasa
sucesivamente a ser discípulo de su pariente el jurisconsulto Sanz; del
Padre Andújar; del
joven y ya célebre Andrés Bello, quienes no dejan en su espíritu el
menor rastro, y va a
caer por fin bajo la dirección de Simón Rodríguez, su loco Mentor y
gran amigo, cuyo
idealismo extravagante debía dar fuego y alas al genio de Bolívar.
La amistad de Rodríguez o el amor de una mujer, llámese Teresa
Toro, Fany de Villars,
Josefina Machado o Manuelita fueron las fuentes donde encontró
siempre Bolívar el
descanso o el estímulo que necesitaban sus descomunales empresas.
El retrato de
Rodríguez se impone siempre que se quiere evocar el grupo de mujeres
inspiradoras. El
debe presidirlas.
Este Simón Rodríguez es el prototipo de aquellos que por haber llegado
muy cerca del
genio sin alcanzarlo se quedan locos para tormento de sus allegados y
alegría de
cuantos los conocen de cerca o de lejos. Filósofos descabellados a lo
Saint-Simón,
generosos, paradójicos y originales, estos alocados son la sal de la vida.
Ellos redimen
a la humanidad de la avaricia, y del egoísmo que son los vicios de la cordura.
Su
inquietud sabe descubrir fases nuevas a las cosas más vulgares, y su
presencia está
siempre acompañada de sucesos cómicos e imprevistos. Era, pues,
natural que
Bolívar, tipo del genio equilibrado fraternizara tanto con su tocayo y profesor
Rodríguez que fue como lo veremos ahora el alocado genial por excelencia.
Rodríguez nacido en Caracas en la segunda mitad del siglo XVIII quien
en realidad
no se llamaba Rodríguez, sino Carreño, de la misma familia Carreño de
Teresa, la
gran pianista y del autor de la Urbanidad, Rodríguez había decidido desde
los catorce
años dedicarse a filósofo. Huérfano de padre y madre comenzó por pelear
a muerte
con su hermano mayor y a fin de no tener nada de común con él cambió
de apellido.
Dejó de ser Simón Carreño para ser Simón Rodríguez; sentó plaza de
grumete en un
buque que salía para España, desembarcó en Cádiz y sin más recursos
que su ansia de
saber y sus dos pies, recorrió con ellos, en cinco años, casi toda Europa.
En víspera de
la Revolución Francesa vivió en París, respiró su ambiente, descubrió a
Rousseau y
decidió desde entonces convertir a la humanidad entera predicando el
amor a la
naturaleza. Después de sus cinco años de peregrinación a pie por Europa
regresó a
Caracas, se casó, tuvo, en año y medio dos hijas a quienes puso resueltamente
nombre
de vegetales, las llamó Maíz y Tulipán a fin de adherirse al calendario de Fabre
d'Eglantine. A poco declaró: "Yo no quiero parecerme a los árboles que
echan raíces
en un lugar, sino que quiero ser benéfico como el aire, el agua y el sol
que corren sin
cesar" y volvió a emprender sus caminatas abandonando por decirlo
así a su mujer y
a sus dos vegetales, quienes en adelante nunca contaron con él. Como
fruto de sus
últimas meditaciones publicó un folleto titulado: "Reflexiones sobre los
métodos
viciosos que rigen las escuelas actuales y medios de lograr sus reformas".
Como el
folleto se comentó y adquirió él así cierto renombre de pedagogo se dio
a buscar un
discípulo en quien poner en práctica las teorías expuestas por Rousseau
en el Emilio.
Debía encontrarlo pronto en el niño Sirn6n Bolívar cuya educación le
confiaron.
Rodríguez se sintió feliz. El niño llenaba las condiciones indispensables
que debía
tener su Emilio: era rico, huérfano, noble y sano. El, Rodríguez, llenaba
en su opinión
las del maestro o sea: prudente, joven, alma sublime y estado
independiente. En esta
última condición no incluía naturalmente a su mujer y a sus dos pobres
vegetales. A
fin de que su discípulo quedara "en estado natural" porque según decía
"la razón del
sabio suele asociarse al vigor del atleta" se retiró con él al campo, le
enseñó ejercicios
corporales y en lo demás se dedicó al difícil estudio de que no aprendiese
nada.
Gracias a estos métodos de Simón Rodríguez cuando Bolívar se embarcó
para Europa
a los dieciséis años de edad escribía de a bordo unas cartas ilegibles
en un estilo
deplorable, llenas de faltas de ortografía. Pero gracias también a
Rodríguez era ya el
andador, el jinete y el nadador incansable con quien más tarde no
pudo competir
ninguno de sus compañeros de armas. Complicado en la conjuración
de Gual y
España, y perseguido por las autoridades españolas, Rodríguez tuvo
que interrumpir
bruscamente sus proyectos a lo Juan Jacobo Rousseau; abandonar la
educación de su
Emilio y desterrado emprender de nuevo su vida errante por Europa.
Botánico,
filósofo, físico, pedagogo, y comerciante, según las necesidades,
recorre Alemania,
Rusia, Turquía, aprende innumerables idiomas, y como durante la
travesía la lectura
de Robinson Crusoe le conmueve profundamente decide honrar a
Crusoe en su propia
persona y ya no se llama Simón Rodríguez, sino Samuel Robinson.
En Roma en 18O5
se encuentra de nuevo con Bolívar, recibe sus confidencias y una
tarde, una de esas
maravillosas tardes de Roma ante el crepúsculo, conversando en el
Monte Sacro a tal
punto se exaltan los dos, que Bolívar se transfigura, en una especie
de delirio
romántico, toma la ciudad de Roma y toma al sol poniente por testigos
y hace su
célebre juramento de libertar a la América española. Algunos meses
después Bolívar
se va, Rodríguez se queda en Europa y durante veinte años no vuelven
a verse
maestro y discípulo. En 1824 atraído por la gloria del que en todas
partes llaman ya el
Libertador, Rodríguez decide regresar a América a fin de fundar en
las naciones
libertadas por su discípulo un gran estado comunista en donde sólo
exista la igualdad
y la dicha. Para comenzar tiene un proyecto: el de fundar un
establecimiento
pedagógico. Bolívar le adelanta el dinero necesario. Simón Rodríguez
o Samuel
Robinson se va al Alto Perú, instala su establecimiento, le hace gran
propaganda,
obtiene muchos alumnos y lo inaugura caminando por él enteramente
desnudo, a fin,
decía, de predicar con el ejemplo la vuelta del hombre a la naturaleza.
Las familias de sus discípulos se indignan, retiran a los alumnos,
quieren procesarlo
por inmoral y después de gran escándalo quiebra el establecimiento.
Con lo que le
resta, abre un comercio de velas en Chile y termina por fin sus días
viejo y pobre en el
pueblito peruano de Paita a orillas del mar. Allí la casualidad le depara
como vecina a
Manuelita Sáenz, aquella otra loca y gran amiga de Bolívar de quien
ya hablaremos
luego y a quien ya vieja y paralítica seguían llamando en el pueblo
"la Libertadora".
¿Qué no se contarían en su decadencia estos dos viejos originales?
Cuando en 1854
moría Simón Rodríguez, veinticuatro años después de Bolívar, su
discípulo, la vieja
Manuela Sáenz encabezó una suscripción entre los señores del pueblo
para poder
enterrar con decencia a su amigo el pobre filósofo.
Bolívar fue a España por primera vez a los dieciséis años. Allí iba a encontrar
muy pronto
el primero y el más completo amor de su vida. La partida inesperada de su
profesor
Rodríguez había interrumpido bruscamente sus estudios. Para terminarlos o
hablando más
propiamente para comenzarlos en la forma habitual, su tutor lo envía a Madrid a
casa de
don Bartolomé Palacios, el cual se hallaba entonces de temporada en España y
era hermano
de doña Concepción, la madre de Bolívar. Una vez en Madrid, de la casa misma
de su tío,
Bolívar iba a encaminarse natural y directamente a la vida familiar del Palacio
Real.
Mediaron para ello las siguientes circunstancias: don Bartolomé Palacios
era íntimo amigo
del granadino Mallo, quien joven, arrogante y lleno de atractivos, era a su
vez amigo íntimo
nada menos que de la propia reina María Luisa. Esta amistad que era vista
con muy malos
ojos por el ministro Godoy, entonces omnipotente, daba lugar a muchas
murmuraciones.
Entre tanto muy a pesar de Godoy un grupo de criollos nobles introducidos
por Mallo
frecuentaban la corte de Carlos IV. Entre ellos se hallaba Bolívar el cual
iba a menudo a
jugar a la pelota con los infantes, que aunque adolescente y tímido todavía,
tenía ya muy
fino espíritu de observación. Pudo así ver de cerca el ambiente, poco
edificante por cierto,
que presentaba aquella familia real, a la cual, él ingenuamente, desde su
casa de Caracas
había venerado hasta entonces lo mismo que todos los suyos, como a
una emanación de la
Divinidad.
Si bien se mira, a través de pequeños detalles, se llega a la convicción de que
aquel primer
cambio de vida o sea la primera permanencia de Bolívar en Europa, fue
triste, irritante y
deprimente respecto de su propia persona. Adolescente puntilloso y
altanero como buen
criollo debió sufrir a menudo en su amor propio. Diga lo que diga la
leyenda que lo quiere
ver siempre victorioso, dando raquetazos simbólicos en la cabeza del
Príncipe de Asturias,
el futuro Fernando VII; diga lo que diga esa leyenda hay un aspecto más
cierto y, por más
humano, más interesante. Entre los madrileños de su edad Bolívar no
pasó nunca de ser el
indiano o el provinciano a quien no se toma mucho en cuenta, al contrario.
La adolescencia
es brutal. Bolívar inadaptado al medio se hallaba en la edad ingrata.
Pequeño, delgado,
tenía la voz atiplada con el acento dulzón y cantador de los criollos.
Es muy probable que
sus ímpetus de dominador se recibieran con ironía o burla. Burlarse de
todo lo extraño:
acento, actitud o modismo es propio de esa edad y es propio de todas
aquellas personas que
por inflexibilidad de espíritu, o incomprensión, no son capaces de penetrar
más allá de su
ambiente. ¿Quién que se haya movido un poco en su vida no ha sentido
con mayor o menor
intensidad esta helada desadaptación a un medio, producida por razones
sutilísimas a
veces? Bolívar distó mucho de brillar en Madrid. A la inversa de lo que iba
a ser en París
años después, el mundano elegante de la Rue Vivienne, el pobre adolescente
de Madrid, no
debió sentirse nunca satisfecho de sí mismo. Esta influencia negativa y la
decepción que le
produjo la reina María Luisa debieron pesar mucho en su vocación y determinar aquel
rumbo que en 1802 tomó su vida.
Ausente de Madrid don Bartolomé Palacios, Bolívar cambió de domicilio.
Fue a encerrarse
en casa de su compatriota, el viejo marqués de Ustáriz, hombre de gran
cultura que
despertó en su alma el ansia de saber, y le facilitó todo género de libros.
Encerrado en casa
de Ustáriz, aquel prototipo del criollo letrado que tanto abundó en el siglo
XVIII, sin ver a
casi nadie, Bolívar se entregó con tal ardor al estudio que estuvo a punto
de caer enfermo.
Junto a sus libros en el aislamiento de su vida interior iba creciendo una
pasión romántica.
A poco de llegar a España había conocido muy de paso, en Bilbao, a
una linda niña
caraqueña llamada María Teresa, hija de don Bernardo Rodríguez del
Toro y sobrina del
marqués del mismo nombre, gran magnate de Caracas, prócer de la
Independencia.
Enamorado desde Madrid de la dulce Teresa que seguía en Bilbao,
muchos meses Bolívar
no hizo sino leer, estudiar y pensar en ella. Un trivial incidente debía pronto
cambiar su
vida y acelerar el ritmo de su amor romántico hasta llegar a la pasión violenta.
Una tarde, paseando a caballo, cerca del puente de Toledo, dos agentes
de policía lo
detienen sin el menor miramiento. Bolívar, quien pensionado entonces por
su tutor, distaba
mucho de ser rico, llevaba sin embargo botones de brillantes en sus puños
de encaje. Un
decreto de Godoy acababa de prohibir tal uso. Por infracción al decreto
lo declaran
detenido. La verdadera razón es que Godoy sospecha que lleva correspondencia
amorosa de
manos de Mallo a manos de la Reina y quiere cerciorarse. Indignado
Bolívar se niega a
obedecer. Los agentes lo tratan con insolencia, Bolívar se desmonta
del caballo, saca su
espada y hay un pleito del cual pueden resultar serias consecuencias si
no sale
inmediatamente de Madrid, cosa que hace por consejo de todos.
Es muy curioso observar que con este caso de Bolívar es ya la tercera
vez que el lujo de los
indianos los hace caer en desgracia ante las autoridades o la corte de
España. Por
presentarse con penacho de plumas de todos colores ante la presencia
de Felipe II, quien
como de costumbre se hallaba, cerrado de negro, Fernando Pizarro,
conquistador del Perú
que llegaba de América a defender su causa y la de sus hermanos,
predispuso tan mal al
austero Felipe II, que recriminado primero por su penacho y por sus
colores acabé
perdiendo su reclamación. Declarado rebelde fue a dar en una cárcel
donde permaneció
veinte años. El mismo incidente aunque atenuado, ocurrió a Jiménez
de Quesada el poeta
conquistador de la Nueva Granada. Habiendo desembarcado de América
y acudido a una
audiencia cubierto de franjones de oro, que él juzgaba merecer y que
atestiguaban de su
gloria tan legítima y tan pura, Quesada fue escoltado por los gritos de:
¡al loco, al loco! y
así desprestigiado en su persona fue desoída igualmente su petición.
Humillado y furioso Bolívar se dirige a Bilbao, va a casa de don Bernardo
del Toro y le
declara que quiere casarse inmediatamente con su hija a fin de embarcarse
cuanto antes y
no regresar a España más. Don Bernardo trata de calmarlo, le ofrece
arreglar las cosas y le
pide que espere algún tiempo antes de efectuar el matrimonio. Bolívar
mientras tanto ha
vuelto a ver a María Teresa y ¡adiós los estudios! Adiós también las negras
melancolías de
Madrid. Ya no se ocupa más que de ella. Todo el fuego de su genio y de
su temperamento
exaltado se concentra en la que es ya su novia. Es la gran pasión. El resto
del mundo se
borra de su horizonte y ya no vive, ya no respira, ya no ambiciona otra
cosa que María
Teresa. ¿No representa ella además en el ambiente hostil del clima
desapacible y personas
extrañas que lo rodean su tranquila casa de Caracas y sus lindos campos
de los Valles de
Aragua? Allá entre sus siembras, su ganado y sus esclavos ¿no es él
acaso mucho más que
un dios? Casarse cuanto antes con María Teresa y volar con ella a su
hacienda de San
Mateo, ya, lo más pronto posible es la única aspiración de su alma
vehemente. Los largos
meses de espera que impuso don Bernardo fueron un suplicio que
sólo temperaba la
esperanza de la unión y del viaje.
Cuando Bolívar se casó tenía diez y nueve años. En el colmo de la
felicidad se embarcó
hacia La Guaira y realizó su sueño: vivir en San Mateo al lado de
Teresa la adorada. Pero
como dice la vieja canción "sueños de amor duran un día; penas de
amor toda la vida",
Bolívar iba a cantarla llorando durante mucho tiempo esa vieja canción.
A los ocho meses
de celebrado el matrimonio, por el zaguán de la casa de los Bolívar,
salía el entierro de
María Teresa, muerta de fiebres perniciosas. Y fue una nueva explosión
en el alma de
Bolívar. La muerte de Teresa lo desespera y así como antes quería llenar
el mundo con su
pasión, ahora quiere llenarlo con su dolor. En su frenesí, no sabiendo
qué hacer, regresa a
España. Va a llevar a la familia de María Teresa algunos recuerdos de
ella, y va a llorar en
un medio donde comprendan su desesperación y la compartan. Pero a
poco de llegar cae en
la cuenta de que el ambiente de familia no le da el tono sublime que
necesita su dolor, y la
casa de don Bernardo le ahoga. En su sed de exaltación piensa entonces
en su maestro
Simón Rodríguez. Se acuerda de que muchas veces paseando por el
campo allá, en su
hacienda, habían proyectado visitar juntos algún día las más célebres
ciudades de Europa.
Sí, sólo Rodríguez, el sublime, el visionario será capaz de comprenderlo.
Corre por lo tanto
a buscarlo. Llega a París y comienza las indagaciones ¿dónde está
Rodríguez?, ¿dónde está
Rodríguez? Nadie lo sabe. Por fin un día un amigo a quien acaba de
conocer llamado
Carlos Montújar, lo informa de que Simón Rodríguez ya no existe, pero
de que en su
reemplazo puede encontrar a Samuel Robinson quien se halla en Viena
entregado a la
química. Trabaja en el laboratorio de un sabio alemán. Bolívar sale
inmediatamente hacia
Viena y encuentra ¡por fin! a su querido Rodríguez, transformado en
Robinson, rodeado de
fórmulas, sales, ácidos, y probetas. Pero ¡ay!, ¡pobre Bolívar! Su
poema de dolor infinito
con el cual hubiese querido hacer estremecer el mundo entero iba
a sufrir una nueva
decepción. Robinson le oye y casi no se exalta. ¡Qué! ¿La muerte de
una persona? Es una
cosa normal de la naturaleza. Ya no le queda, pues, al desesperado
otro recurso que buscar
él también la muerte. Así lo hizo. De la muerte lo vino a sacar sin saberlo
su amigo el
nuevo Robinson en una forma inesperada y pintoresca. Oigamos cómo
cuenta el propio
Bolívar el proceso de su hundimiento y de su resurrección. Lo hace en
una carta
dirigida a su prima Fany de Villars. El tono patético de esta carta es muy
gracioso y es
un documento sobre la formación romántica de Bolívar: tanto él como
Rodríguez se
mueven en ella, no como personajes de la vida, sino como personajes
de los libros de
entonces. "Yo esperaba mucho” escribe Bolívar en 1804 narrando su
entrevista en
Viena con Rodríguez , yo esperaba mucho de la sociedad de mi amigo,
el compañero
de mi infancia, el confidente de todos mis goces y penas, el Mentor
cuyos consejos y
consuelos han tenido para mí tanto imperio. ¡Ay! en esta circunstancia
fue estéril su
amistad. El señor Rodríguez sólo amaba ya la ciencia. Lo hallé ocupadísimo
en un
gabinete de química que tenía un sabio alemán. Apenas logro verlo
una hora al día.
Cuando me reúno con él me dice de prisa: 'Mi amigo, diviértete,
reúnete con los
jóvenes de tu edad, vete al espectáculo, en fin es preciso distraerte.
Este es el solo
medio de que te cures'. Comprendo entonces que le falta alguna cosa
a este hombre, el
más sabio, el más virtuoso y sin que haya duda, el mas extraordinario
que se puede
encontrar. A fuerza de sufrir caigo muy pronto en un estado de
consunción y los
médicos declaran que voy a morir. Era lo que yo quería...".
Después de relatar las peripecias de su grave mal de amor y de
romanticismo, sigue
contando a su prima cómo volvió a la vida : "Una noche -dice- en
que todavía débil
podía sostener una conversación, Rodríguez vino a sentarse cerca
de mi cama. Me
habló con esa bondad afectuosa que me ha manifestado siempre
en las circunstancias
más graves de mi vida. Me reconvino con dulzura y me hizo conocer
que era una
locura el abandonarme y querer morir en la mitad del camino. Me hizo
saber que
existía en la vida del hombre otra cosa que el amor de una mujer y
que podía ser muy
feliz dedicándome a las ciencias o entregándome a la ambición. Me
persuadió como lo
hace siempre que quiere . . . La noche siguiente exaltándose mi
imaginación con todo
lo que podría hacer, sea por las ciencias, sea por la libertad de los
pueblos, lo llamé y
le dije: si, sin duda, siento que puedo volver a la vida y lanzarme en brillantes
carreras, pero sería preciso que fuese rico. Sin medios de ejecución
no se alcanza nada
y lejos de ser rico soy pobre y estoy enfermo y abatido. ¡Ay! ¡Rodríguez,
prefiero
morir! Y le di la mano para suplicarle que me dejara morir tranquilo.
De pronto se ve
en la cara de Rodríguez una revolución súbita. Levanta los ojos y las
manos al cielo
exclamando con voz inspirada: ¡Se ha salvado! Se acerca de nuevo a
mí, me toma las
manos y pregunta: Mi amigo ¿si tú fueras rico consentirías en vivir? Di.. .
Respóndeme. Quedé irresoluto:
no sabía lo que esto significaba; respondo: sí. ¡Ah! exclama él, entonces
estamos
salvos. ¿El oro sirve pues, para cualquier cosa? Pues bien, Simón Bolívar,
eres rico,
has heredado, tienes actualmente cuatro millones".
El aviso de esta herencia que le legaba un tío se había recibido
cuando Bolívar se
hallaba enfermo sin conocimiento. Ocupado con sus probetas Samuel
Robinson había
olvidado en absoluto darle tan trivial noticia. Al escucharla, Bolívar
dio un salto sobre
la cama. Ya estaba bueno y sano. Aquella inyección de cuatro millones
lo había
curado. Pero sólo le curaba el cuerpo. El espíritu, como en la vieja
canción quedaba
dolorido todavía.
No se equivocó Simón Rodríguez al decir que los cuatro millones
de Bolívar iban a
servir para algo. Ellos lo condujeron hacia su prima Fany de Villars,
la gran
inspiradora, la que le mostró su camino, le reveló su genio y le dio
por medio de
detalles a veces insignificantes aquella magnífica confianza en sí mismo,
que debía
crecer en Bolívar con la violencia de un incendio.
El amor de Fany no fue la pasión que absorbe y que anula. No.
Amor templado y risueño,
amor de París, hizo de Fany más que la amante, la amiga, la consejera,
la iniciadora.
Gracias a sus relaciones y a su don de gentes en su salón de París
le tiende una mano a
Bolívar y lo hace subir sobre una especie de plataforma. La del París
granado de entonces.
Desde allí él contempla toda su época, como se contempla un panorama,
avalúa bien sus
fuerzas, se traza su destino y emprende su vuelo.
Cuando Bolívar habla de su amor por Teresa del Toro asegura que
de no haber muerto ella,
él no hubiera salido nunca de los límites trazados por aquel idilio de
su adolescencia.
Dafnis y Cloe de los Valles de Aragua hubieran terminado en Filemón
y Baucis de la
hacienda San Mateo. Encauzado dentro del matrimonio al final de su
vida -afirma el mismo
Bolívar- habría aspirado quizás a la alcaldía del pueblecito cercano.
Hay personas que
rechazan esta suposición. A mí me gusta creerla porque me parece
verosímil y porque me
parece muy dulce pensar que en la monotonía de la vida, cuando menos
lo imaginamos,
pasa tal vez a nuestro lado un alma genial a quien un profundo amor la
hizo olvidarse de sí
misma y la puso a caminar dentro del gran rebaño.
Fany de Villars era Aristiguieta por su madre y prima por lo tanto de Bolívar.
Casada con
un francés, el conde de Villars, tenía en París -como tuvo años más tarde
aquella otra criolla
cubana, la encantadora condesa de Merlín-, Fany tenía en París uno de
los más elegantes
salones del tiempo del Consulado. Era la época de Chateaubriand, de
Eugenio de
Beauharnais, de Madame Récamier, de Talma, de Madame de Stael, de
Humboldt y de
Talleyrand. Todos estos iban al salón de Fany, la linda criolla parisiense,
todos la invitaban,
todos la celebraban. Sobre las convulsiones de la Revolución Francesa,
bajo el ritmo
acelerado de Napoleón comenzaba a nacer el Romanticismo. Era una
ráfaga que parecía
venir de aquí, de América traída por Chateaubriand y a la cual el
extraordinario viaje delbarón de Humboldt por las regiones equinocciales
acababa de dar nuevo impulso y nuevas
alas. El momento no podía ser más propicio a Bolívar, el prototipo
del romántico por
excelencia. A más de tener el fuego y la grandilocuencia del Romancismo,
por su origen,
por la finura de su tipo y por su tristeza prematura parecía reencarnar al
héroe recién
llegado de la selva americana. Al verle venir de Alemania tan joven, tan
triste y tan rico,
Fany lo avaloró con una sola ojeada y decidió abrirle las puertas del éxito.
Después de
haber sido el Emilio de Rousseau gracias a Simón Rodríguez iba a ser ahora
gracias a Fany,
el René de Chateaubriand. Todo contribuía a la transformación. Instalado
en un elegante
apartamento de la Rue Vivienne, el viudo de Teresa del Toro comenzó
a ser, gracias a los
consejos de Fany, uno de los más refinados y más interesantes jóvenes
de aquel París de
entonces, de aquellos que se paseaban por las galerías del Palais Royal,
oían a Talma,
repetían los retruécanos de Brunet, se hacían retratar por David y se
enamoraban
platónicamente de Madame de Récamier o de Paulina Borghése. Pródigo,
elegante,
festejado de todos, Bolívar se dio a llevar una vida de príncipe. Perdía al
juego cantidades
fabulosas, prestaba dinero a sus amigos, hacía regalos suntuosos, fue
rival de Eugenio
Beauharnais a quien desafió por amor a Fany, se puso de moda y lanzó
su sombrero, su
célebre "Chapeau Bolívar" cuyos bordes levantados inventó sin duda la
misma Fany.
Los que viviendo en París y teniendo dotes de talento, de cultura, de
originalidad o de
fortuna, se quejan del chauvinismo francés; o no tienen tales dotes, o
no han encontrado
aún a su Fany de Villars, la animadora, la consejera de los pequeños
detalles. París que sabe
ser tan grave es siempre frívolo, y no hay mejor recomendación que la
que da de viva voz
con una sonrisa una mujer bonita.
El éxito mundano embriagó a Bolívar sin curarlo. Una vez obtenido ya
no le interesó más.
Su tristeza continúa. El lujo, los elogios, los placeres le dejan un profundo
hastío. Hace
continuos viajes a París para distraerse, regresa a París y ¡nada! En
el fondo de su alma se
ha arraigado la inquietud de los insatisfechos. Así se lo escribe él mismo
a Fany, la
inspiradora, a quien en sus cartas de amor llama Teresa como homenaje
de fidelidad a la
muerta adorada. "El presente no existe para mí -le escribe un día recién
llegado de Londresel
presente es el vacío completo. Apenas tengo un pequeño capricho lo
satisfago al instante.
¡Ah! ¡Teresa, esto será el desierto de mi vida!. . . París no es el lugar
que puede poner
término a la vaga incertidumbre de que estoy atormentado".
¿Con que no le vasta el éxito, la admiración y los honores? ¡A buscar
pues otro objetivo!, y
Fany, la nueva Teresa, lo pone en su camino de Damasco al presentarlo
y recomendarlo al
barón de Humboldt. Gracias a su insistencia Humboldt y Bolívar se hacen
amigos. En el
curso de la amistad Humboldt va a descubrirle su patria americana como
Fanny le ha
descubierto su genio y sus dotes de triunfador. El ilustre alemán que en un
viaje de cinco
años a través de las regiones equinocciales acaba de causar una verdadera
revolución en las
ciencias naturales y en la geografía del mundo, le relata con indescriptible
entusiasmo las
riquezas y maravillas que encierran aquellos países inexplorados. Habla
del porvenir que
los espera, de la necesidad absoluta de su emancipación. Describe conmovido
los atractivos
de la sociedad criolla tan ingenua y tan amable. Su calidad de extranjero
le ha hecho
apreciar mejor el encanto de aquella sencillez y de aquella gracia indolente
y generosa.
Habla también del movimiento intelectual que ha apreciado entre los
criollos. Hay centros
de avanzada cultura como Bogotá y Méjico. Ha conocido a poetas como
Bello y sabios
como Mutis y Caldas. Tanto le complace la vida fácil y sonriente de
aquellos países,
verdaderos paraísos terrenales que algún día, si las circunstancias se
le permiten, piensa
trasladarse allá a terminar su vida.
Bolívar la escucha asombrado. Una luz milagrosa lo ilumina. La fe el
entusiasmo van
creciendo en su alma a medida a que intima con el sabio. ¡Qué lejos se
ha quedado ya
aquella impresión deprimente por su patria y por su persona del pobre
indiano adolescente
de Madrid!
Un día, poco después de la coronación de Napoleón en la cual Bolívar a
pesar de haberla
desaprobado ha sentido el delirio de la gloria, a poco de aquella ceremonia
celebrada en
Notre Dame va visitar a Humboldt. Como al hablar de nuevo sobre la
emancipación de la
América Española, Humboldt dijese: "Veo la obra pero no veo el hombre
capaz de
realizarla", con el recuerdo aún vivo de la Apoteosis de Napoleón, Bolívar,
el terrible
ambicioso de veinte años, guardó silencio, pero se contestó a sí mismo:
"Este hombre seré yo".
Y desde ese día se acabó París. Entre lágrimas y suspiros se despidió de Fanny,
la única
confidente de su empresa, se fue a Italia, se acercó de nuevo a Humboldt que
se hallaba en
Nápoles, acompañado por Simón Rodríguez fue a pie hasta Roma, pronunció
su juramento
del Monte Sacro, volvió a despedirse de Fany en una larga, dolorida carta
y ungido por ella
se embarca definitivamente hacia La Guaira, es decir hacia uno de los más
bellos destinos
que haya tenido en la Historia hombre ninguno.
Para hablar de la influencia que en la vida heroica de Bolívar van a tener
ahora las mujeres
se necesitaría por lo menos escribir un libro entero. Tierno y apasionado
no son sólo sus
grandes amores los que le impulsan, es también el cariño, la piedad y el
espíritu de
protección hacia sus allegadas o sus simples amigas. Los aplausos de las
mujeres que en
todas las capitales de América lo aclaman y lo adoran como un dios lo
embriagan de
orgullo y de felicidad. Después de sus grandes victorias piensa con
entusiasmo de
adolescente en tal o cual baile que va a darse en su honor, en las mujeres
que van a asistir a
él; cambia todo un plan de batalla por acudir a una cita; después de haber
caminado frente a
su ejército de la mañana a la noche, baila hasta que apunta el día y la
presencia de cualquier
mujer bonita aunque no le conozca lo llena de alegría. En la intimidad de
la familia atiende
sonreído a las amonestaciones de aquella hermana María Antonia que
tiene sus mismos
arranques y su mismo don de mando y un día de gran triunfo en 1827
cuando entrando a
Caracas bajo palio después de una larga ausencia lo aclama la multitud
delirante, como
viera asomar allá a lo lejos a su nodriza la negra Matea Bolívar quien
con su blanco paño de
esclava por la cabeza llorando de emoción le manda besos, él, se detiene
hace parar todo el
cortejo, atraviesa la multitud y corte a abrazar a su negra vieja.
Doña Manuelita Sáenz, a quien el mismo Bolívar llamó la Libertadora del
Libertador por
haberle ella salvado la vida en dos ocasiones, es el último, el más
accidentado y el más
pintoresco de los amores de su vida. ¡Qué lejos por el tiempo y el
carácter queda esta
extraordinaria doña Manuelita de aquella apagada Teresa del Toro tipo
de la clásica criolla
romántica que pasa en la vida sin dejar más huella que el dolor
producido por su muerte!
No siendo posible mencionarlas todas luego de hablar de las dos
primeras hablaré,
brevemente, no se asusten, del último amor de Bolívar. La figura de doña
Manuelita es en
extremo interesante no sólo por su lado pintoresco sino porque representa,
si bien se analiza
el caso de la protesta violenta contra la servidumbre tradicional de la mujer
a quien sólo se
le deja como porvenir la puerta no siempre abierta del matrimonio. Mujer
de acción no
pudo sufrir ni el engaño ni la comedia del falso amor. Hija de la revolución
no escuchó más
lenguaje que el de la verdad y el del derecho a la defensa propia. Fue la
mujer "aprés
guerre" de la Independencia. Predicó su cruzada con el ejemplo sin perder
tiempo y sin dejar escuela.
Nacida no se habe bien si en el Ecuador, en la Argentina o en el Alto Perú,
de una familia
distinguida y rica, doña Manuelita, que era muy linda y muy joven se había
casado siendo
casi niña con un inglés a quien nunca había querido y quien la aburría de
muerte. Un día
vio desde un balcón a Bolívar que entraba victorioso en Quito, se enamoró
de él y sin mas
ni mas decidió ante sí misma divorciarse de su inglés y casarse con Bolívar.
Entonces no
existía el divorcio. No hubo por lo tanto ni abogados, ni procesos, ni ceremonia
matrimonial, pero tampoco hubo engaño ni escondite. Doña Manuelita
participó su
resolución a todo el mundo, al inglés el primero. El inglés aceptó la decisión
con tristeza
resignada. Como era de esperar el resto de la gente se escandalizó. Casi
todas las
contemporáneas de doña Manuelita la rechazaron indignadas. Lo hacían por
natural espíritu
de conservación social y dentro de su criterio tenían razón. Pero doña Manuelita
no se
amedrentó por eso. Nacida y criada en plena guerra pensó, no sin cierta
lógica, que si se
atacaba impunemente el quinto mandamiento "no matarás" bien se podía
atacar la
indisolubilidad del matrimonio en un caso como el suyo. Y la atactó ella sola,
de frente,
lanza en ristre y pistolas al cinto como solía hacer siempre que se urdía
alguna grave intriga
contra Bolívar o contra ella. Dicen algunos que doña Manuelita actuó así
porque era atea o
librepensadora. Yo creo al contrario que cuando a caballo, vestida de
hombre, escoltada por
dos negras valientes y ecuestres también que le servían de edecanes,
cuando escoltada así
por sus dos negras se lanzaba a la pelea, allá en el fondo de su conciencia
recordando al
inglés, al mismo tiempo que desafiaba la muerte desafiaba el infierno lo cual
es el colmo
del heroísmo.
He aquí el retrato que hace de ella uno de sus contemporáneos:
"Cuando la conocí -dice- contaría unos veinticuatro años. Tenía los ojos
negros, atrevidos,
brillantes, la tez blanca como la leche, la estatura regular y muy de buenas
formas. De
extremada viveza era generosa con sus amigos y caritativa con los
pobres. Muy valerosa
sabía manejar la espada y la pistola, montaba a caballo, vestida de
hombre con pantalón
rojo, ruana negra de terciopelo y sueltos los rizos que se desataban a
su espalda debajo de
un sombrerillo con plumas que realzaba su figura encantadora".
Por lo visto, a medida que aumentaban sus proezas doña Manuelita iba
militarizando más y
más su vestido. Le añadía colores y le cosía nuevos galones. Digo esto
porque Palma cita
otro retrato hecho poco después por un segundo testigo en el cual aparece
con dolmán rojo,
botones amarillos y brandenburgos de oro.
Sea como fuere es lo cierto que con su uniforme, su lanza, su caballo y
sus negras ecuestres
que se llamaban Natán y Jonatás, doña Manuelita dio mucho que hacer
a los gobiernos del
Perú y de Colombia cuando éstos se declararon hostiles a Bolívar.
Al ausentarse él y
presentarse la menor ocasión, doña Manuelita que se creía obligada a
guardarle las
espaldas, aprovechaba la oportunidad y hacía una salida lanza en ristre a lo
Don Quijote.
Estas salidas casi nunca tuvieron éxito, muy al contrario, pero ella sin
desanimarse,
continuaba al acecho. Por evitarse desasosiegos lo mismo el gobierno
del Perú que el de
Colombia acabaron por desterrarla.
En el fondo doña Manuelita tenía siempre razón. Era la época triste de
Bolívar, la de la gran
cosecha de ingratitudes, el calvario, los últimos años tan amargos de su
vida. Sus proyectos
de unión y de concentración estorbaban los pequeños intereses. Disuelta
la Gran Colombia
y anarquizada su obra lo acusaban por todas partes de tiranía y de autocracia.
Al ausentarse
de un país a otro estallaban revueltas contra él. Era lo que sulfuraba a
doña Manuelita y la decidía a entrar en escena.
En Lima en 1827 tuvo lugar la traición de Bustamante dirigida naturalmente
contra Bolívar
quien acababa de salir para Colombia. Advertida á tiempo doña Manuelita
corrió a un
cuartel, hizo reaccionar a un batallón, pero fracasó en su intento y el gobierno
que surgió
del cuartelazo la desterró del Perú.
Durante varios años vivió entonces en Bogotá en la Quinta Bolívar lado de éste,
rodeada de
honores que le dispensaban todos los grandes hombres del día quienes la
trataban como a la
mujer legítima de Bolívar. Las señoras se mostraban más esquivas, pero
doña Manuelita no
se alarmaba por eso. Opinaba que la conversación de las mujeres era por
lo general menos
interesante. En la célebre noche del 25 de septiembre en que un grupo de
conjurados, como
saben todos ustedes, asaltó la casa para asesinar a Bolívar, doña Manuelita,
que con
intuición admirable comprendió de lo que se trataba lo hizo huir por una
ventana. Armada
con una pistola salió después ella misma al encuentro de los conjurados,
les abrió la puerta
y logró despistarlos sobre el rumbo que al escapar habla tomado Bolívar.
Desde aquella
noche, la llamaron y se llamó a sí misma la Libertadora.
Durante una de las ausencias de Bolívar como Santander, Vicepresidente
entonces de
Colombia, se condujese en forma que ella juzgó malévolamente para con el
ausente decidió
dar una gran fiesta a la que invitó a las personas más notables. La fiesta
comenzó por el
fusilamiento del propio Santander en la persona de un muñeco de trapo
fabricado por ella al
efecto. Después del fusilamiento hubo baile basta la madrugada. Aquella
ceremonia
irrespetuosa contra el propio Vicepresidente seguida de baile produjo
gran escándalo. El
escándalo recayó naturalmente sobre Bolívar el cual tuvo que desaprobar
lo ocurrido públicamente. Por razón de Estado escribió una carta fulminante
en que llamaba a la fiesta en general acto torpe y miserable y en la que
trataba de excusar a doña Manuelita llamándola con propiedad y cariño
la amable loca.
Pero por el mismo correo le escribió una carta a doña Manuelita en la qué
poco más o
menos le decía que era ella la mujer más graciosa y más simpática que
había conocido en
su vida.
Otro día, estaba ya Bolívar muy enfermo, se celebraba la fiesta de Corpus.
En la plaza
mayor de Bogotá se habían preparado fuegos artificiales con figuras grotescas.
Encerraban
grandes sorpresas. Todas esperaban con entusiasmo. A la caída de la
tarde vienen a advertir
a doña Manuelita que entre dichas figuras hay un señor Despotismo y
una señora Tiranía
que son en realidad su propia caricatura y la de Bolívar. ¡Ah! ¿conque el
Despotismo y la
Tiranía? Está bien, que se esperen un momento ellos y la fiesta. Poseída
al instante por una
ráfaga de revancha destructora mandó a ensillar, se puso los pantalones,
el dolmán con
todos sus galones, cogió la lanza, las pistolas y calle arriba a trote largo
seguida por Natán y
Jonatás, llegaron a la plaza y arremetieron las tres contra la pirotécnica.
Todo quedó hecho
añicos, en la oscuridad de la noche no brilló ni una sola de las ingeniosas
alegorías. El
general Caicedo, Presidente entonces de Colombia, decidió hacerse el ciego
e impidió que
se procediese contra doña Manuelita. Al día siguiente, un periódico
demagogo amanecía
bramando contra la debilidad de Caicedo:
"Una mujer descocada -decía el periódico-, que se presenta en el traje que
no corresponde a
su sexo y que hace verter lo mismo a sus dos criadas insultando el decoro
y burlando las
leyes se presentó ayer en la plaza pública, atropelló los guardias que
custodiaban el
hermoso castillo de fuegos artificiales y rastrilló una pistola declamando
contra el gobierno,
contra el pueblo y contra la libertad. La sola presencia de esa mujer
forma el proceso de la
conducta de Bolívar. . .". Y aquí rayos y truenos contra el Presidente Caicedo
quien
enterado de lo ocurrido lejos de encarcelar a la agresora había ido galantemente
hasta su
casa con el fin de tranquilizarla y darle explicaciones.
Conferencia dictada en Bogotá, Colombia, 1930
[Esta es básicamente una semblanza sobre Manuelita Sáenz, pero -aunque breve- ofrece un
interesante retrato de Simón Rodríguez]
ANTES DE IR a buscar la influencia decisiva y medio oculta que van a
tener las mujeres
en la Revolución o Guerra de la Independencia, les invito a evocar la
época. Mirémosla
pasar un momento como en la pantalla de un cinematógrafo. La
imagen exterior nos
reflejará así más vivamente lo que pasa en el alma. Imaginemos
una calle cualquiera de
de nuestras ciudades coloniales, ¡se parecen todas tanto!
Corren los últimos años
del siglo XVIII.
Es al caer la tarde. A uno y otro lado del paisaje sobre las ventanas y
sobre la calle, corre el
alero con su festón de tejas coloradas. De tiempo en tiempo bajo el
alero corre también una
canal pidiéndole agua al tejado. Canal y alero quedan tan bajos que
subiéndose al segundo
tramo de una ventana pueden alcanzarse con la mano. Las ventanas
tienen balaustres
gruesos y empotrados como los de una cárcel y son anchas. Por
cada tres o cuatro ventanas
hay un portón claveteado. Es todo lo que ofrecen las fachadas.
El piso de la calle está
empedrado con cantos rodados o con lajas anchas. Crece la hierba
entre las lajas. Crece
también sobre las tejas y de vez en cuando salpica por capricho el
borde de una canal.
Levantando los ojos se ve el cielo límpido. La temperatura es deliciosa
y sobre los tejados
asoma un campanario y asoman a los lejos las montañas.
Andando, andando, calle abajo, allá vienen dos esclavos vestidos de
blanco que cargan en
parihuela una silla de mano. Ya se acercan. Ya pasan. Recostada en
la silla con manto y
mantilla, toda de negro, apenas se le ve la cara, va una mantuana, es
decir, una criolla noble
de las que sólo pueden salir a la calle, envueltas en un manto, de donde
el nombre de
mantuana o aristócrata. Es tarde. Ya van a dar las siete. Ya comió la
mantuana, ya se rezó
el rosario, ya los esclavos levantaron los manteles y las esclavas se
fueron a hacer dormir
con cantos y cuentos a los niños de la casa. Meciéndose al paso que
riman los parihueleros,
doblan la esquina silla de mano y mantuana. Ella va a la tertulia del
señor marqués o el
señor conde su primo tercero o su primo cuarto. Es el más rico de
todos los de la ciudad. La
calle se queda sola un buen rato. Ahora por la esquina que doblaron
los parihueleros asoma
un capuchino. Viene del convento y va a casa de un impedido para
confesarlo. Crujen las
sandalias y castañetea el rosario a medida que avanzan los pasos.
Vuelve la calle a quedarse
sola otro buen rato. Ahora se detiene en la esquina el único vigilante
nocturno que hay en la
ciudad y grita con voz que tiene de queja y de canto: "¡saquen la luz!".
La voz se sigue
oyendo de esquina en esquina: ¡saquen la luz!, ¡saquen la luz!, hasta
que por fin se pierde
como un eco en los confines de la ciudad. A poco se entreabre la
primera ventana, y una
negra con los brazos desnudos y el escote redondo que brilla junto al
borde de la camisola
blanca, alza el brazo y cuelga de uno de los tramos de la reja un candil
de aceite encendido.
Ya se acerca la noche. Ya la hilera de candiles alumbra la calle que no
debe quedarse a
oscuras cuando no hay luna. Como es propiedad de todos la alumbran
entre todos. Ahora
viene un mantuano. Es joven. Ahí se acerca caminando ligero. A él
también le cruje el
calzado y va moviendo al vaivén de los pasos los faldones del casacón
de terciopelo. El
también va al chocolate del señor Marqués. Lleva peluca blanca,
chaleco de seda, chorrera
de encaje, calzón y zapatos bajos con hebilla de plata. Tiene los bolsillos
atestados de
libros. Los lleva escondidos no vayan a descubrirlos las autoridades
civiles o los delegados
de la Inquisición. Uno de los libros, el más peligroso y el que por lo
tanto se espera con
mayor ansia es un folleto llamado La Declaración de los Derechos
del Hombre. Van a
leerlo en alta voz dentro de un rato en la sala del marqués. El mantuano
lo ha recibido
directamente del granadino Nariño quien a escondidas en su casa de
Bogotá lo tradujo, lo
imprimió y lo ha puesto a circular desde México hasta la Tierra del Fuego.
Por semejante
atentado Nariño ha sido preso, lo van a enviar a presidio y le van a
confiscar todos sus
bienes. Quizás si la lectura de esta noche le cuesta al mantuano lo
mismo. ¡Qué se hace!
Con su tesoro y su peligro en el bolsillo va caminando contento.
Junto con el tesoro lleva
quizás un nombre ilustre que va a guardar para siempre la historia.
Tal vez no. Tal vez
como la mantuana, el fraile y los esclavos está condenado a una
muerte oscura. Su sangre
anónima correrá en el torrente que empezó a manar en conjuraciones
fracasadas como las
de Gual y España y que desde entonces corre y correrá hasta
estancarse por fin 25 años
después en Ayacucho. Ya el mantuano dobló la esquina. Ya cayó
enteramente la noche.
Entre los árboles de un corral vecino se oye el cantar siniestro de la
pavita. Dos manzanas
más allá, a portón cerrado, la tertulia del marqués se prolonga
misteriosamente hasta la
media noche.
Con muy ligeras variantes este mismo cuadro se repite al mismo
tiempo en las mismas
ciudades que ya están maduras para la Independencia, llámense
virreinatos, capitanías o
simples provincias. Durante la segunda mitad de siglo, la nobleza
criolla ha cultivado su
espíritu. Casi todos los jóvenes van a estudiar a las universidades
de Méjico, Lima o Bogotá
que son las más famosas. Algunos van a Europa. Si los criollos ricos,
refinados y
orgullosos como son, acatan desde lejos la autoridad del rey, están
en cambio enconados
contra los chapetones o gobernantes españoles quienes a menudo,
brutales e interesados no
tratan de adaptarse al ambiente. Sólo piensan en enriquecerse a
expensas muchas veces de
esos mismos criollos dueños efectivos del país porque son los dueños
de la tierra. A veces
para mortificarlos más eficazmente los chapetones se alían con los
pardos. Parciales les dan
la razón o les conceden privilegios sobre los criollos blancos sus
enemigos naturales.
Humillados en su orgullo de casta, los criollos guardan un hondo
rencor. En el grupo de
descontentos, ellas, las mantuanas, se destacan. Son las abanderadas
de este sentimiento de
encono que está pidiendo a gritos una protesta. Como lo demostrarán
en la Independencia,
bajo su exterior lánguido tienen una alma de fuego lista para todas
las exaltaciones, todos
los sacrificios y todos los heroísmos. Los clubes o centros de reuniones
secretas donde irán
a conspirar los hombres solos, casi no existen todavía. Las mujeres
por lo tanto asisten a los
comentarios, a la exposición de las nuevas ideas, a todos los gérmenes
de revolución que
van creciendo a puerta cerrada en las salas y en los patios de las
casas principales. Allí, en
la tertulia ellas fustigan a los hombres con sus observaciones personales
y sus palabras
vehementes. Una contará el último rasgo de superioridad insolente que
le sorprendió al
Capitán General durante la misa mayor del domingo. Otra comentará
la desatención de un
chapetón cualquiera quien le cedió tarde y mal el paso cuando ella,
escoltada por la esclava,
la silla y la alfombra de rezar en la iglesia, salía a pie de la catedral y
atravesaba la plaza
camino a su casa.
Se ha hablado mucho de la influencia favorable a la Revolución que
tuvo aquí en toda
América la expulsión de los jesuitas. Los vehículos activos de tal influencia
fueron las
mujeres. Esta observación salta a la vista. El conde de Aranda,
ministro de Carlos III, quien
tan extraordinarias reformas, superiores al espíritu de la época,
pensaba aplicar al régimen
colonial español, no se dio cuenta de la catástrofe sentimental primero
y política después
que iba a desencadenar en América la salida de los jesuitas. Como en
toda pena de destierro
seguida de confiscación de bienes la expulsión de los jesuitas dio
ugar a escenas
desgarradoras que no podían olvidarse fácilmente sobre todo en aquella
época de exaltado
sentimentalismo en que la vida entera giraba alrededor de la iglesia
y el convento. Los
expulsados eran en su mayoría criollos, hijos, hermanos y parientes
que al verlos embarcar
los despedían para siempre hacia una especie de muerte en donde los
esperaba la hostilidad
y la miseria. Era la época negra de la Compañía de Jesús. De todas
partes la rechazaban y el
Papa iba pronto a suprimir la orden. Hábiles directores de conciencia
como lo han sido
siempre, a la vez que divulgaban la cultura y prestaban todo género de
servicios morales y
materiales los jesuitas de la colonia, poderosos por sus riquezas y
su influencia imperaban
por completo en el reino de las almas, en el de las almas femeninas
muy especialmente. En
ellas inculcaban la idea inseparable de Dios, Patria y Rey. Estos tres
conceptos formaban un
solo credo. La Patria y el Rey eran sinónimos de la sumisión a España.
Arrojados y
perseguidos por el Ministro del Rey se disoció la trinidad y cundió
en las conciencias la
anarquía del cisma. Por otro lado, acosados por los sufrimientos los
jesuitas desterrados se
acordaron que eran criollos y comenzaron a ser desde el extranjero
los mejores agentes de
la Independencia. Aquí en América, las mujeres seguían llorando en
los ausentes a sus
hijos, a sus hermanos y a sus directores de conciencia. Las demás
órdenes religiosas mal
preparadas para ejercer la dictadura espiritual por menos sutiles y
por ser rivales
responsables hasta cierto punto de la expulsión, no llegaron a ocupar
nunca el lugar que
dejara vacío la Compañía de Jesús. Privada de tan absorbentes
directores la piedad
femenina sin perder su forma exterior perdió la rigidez y la austera
disciplina católica y
española. Salida de su cauce la religión sufrió la misma transformación
que había sufrido la
raza. Ella también se hizo criolla. Ella también se meció en hamaca, ella
también se abanicó
indolentemente pensando en cosas amables que no mortificaran
demasiado el cuerpo. El
calor de las llamas del infierno se fue atenuando hasta convertirse
en una especie de calor
tropical molesto, pero llevadero con un poco de paciencia, descanso
y conversación. El
pecado mortal se hizo una abstracción bastante baga y el terrible
Dios de la Inquisición
comenzó a ser una especie de amo de hacienda, padre mi padrino
de todos sus esclavos,
dispuestos a regalar y a condescender hasta el punto de pagar y
presidir él mismo los bailes
de la hacienda. Esta forma de catolicismo cómodo y medio pagano
no es invención mía.
Desconocido quizás aquí en Colombia existe todavía en la mayoría
de los países de
América, no ya en el pueblo cuya mezcla con el fetichismo indio y
africano puede dar
margen a un larguísimo estudio, sino en las mejores clases de la
sociedad creyente. Yo
conocí, por ejemplo, en Caracas una amiga muy querida que tenía
la casa llena de santos.
Estos solían tener velas o lamparitas de aceite encendidas según
los días. Llena de piedad
observaba los mandamientos de la Iglesia en esta forma: iba a misa
los lunes porque los
domingos había demasiada gente en la iglesia, y la multitud, según ella
declaraba, a la vez
que no olía muy bien, le estorbaba con su ir y venir el fervor de la oración.
Guardaba con
mucho escrúpulo la vigilia de Cuaresma, pero no los viernes cuando
la afluencia de
cocineras madrugadoras arrasaba desde temprano con el mejor pescado,
sino cualquier otro
día de la semana en que sin angustias ni precipitaciones se podía
obtener un buen pargo
fresco de primera clase. Su profesión de fe era la siguiente: (que
debo advertirlo, sin la
menor animosidad anticlerical) "creo en Dios y en los santos, pero no
creo en los curas". Si
buscáramos la genealogía de este "no creo en los curas" iríamos a
dar sin duda con aquella
protesta de las criollas del siglo XVIII quienes por espíritu de fidelidad
y por espíritu de
contradicción no quisieron aceptar nunca ni a los curas seculares ni
a las órdenes religiosas
que debían reemplazar en el gobierno de sus conciencias a sus muy
queridos y muy
llorados jesuitas.
Mientras la Semana Santa, las imágenes benditas, el rosario y la misa
seguían pues,
ocupando sus mismos puestos, sin concilios, teología, ni latín, las criollas
resolvieron por
su cuenta arduos problemas de casuística y se hicieron en muy poco
tiempo su credo
personal. En él entraba, como Pedro por su casa, la protección y
divulgación de las obras de
Montesquieu, Voltaire, Rousseau y demás enciclopedistas franceses.
Era en parte una
manera de provocar a los chapetones insolentes que las prohibían y
de burlar sus pesquisas:
eso bastaba. Pasarse en secreto los libros prohibidos era un sport.
Leerlos era una delicia,
no por lo que dijeran, sino porque los prohibía una autoridad que
no penetraba en la
conciencia. A fin de cuentas era el contagio inevitable y virulento
de la Revolución
Francesa que transmitía la misma España y que respondía en América
a cambios y reformas urgentes a la dignidad criolla.
En lo que concierne la complicidad de las mujeres en esconder, leer y
hacer circular los
libros prohibidos, hay una carta muy significativa. La escribe desde París
el revolucionario
o patriota chileno Antonio Rojas. Es en el año 1787, es decir, veinte años
después de haber
expulsado a los jesuitas. Una chilena joven y linda de quien no se sabe
el nombre, había
escrito a Rojas pidiéndole datos y permiso para abrir ciertas cajas
misteriosas de libros que
él había confiado a su cuidado antes de salir de Santiago de Chile.
Rojas le contestó desde
París: "¿Para qué datos ni permisos? ¿no es usted la dueña del
dueño de las cajas?". Y
comienza a enumerar los nombres de los libros y de los autores con
picante ironía como
para excitar la curiosidad de su amiga: "Hay unos tomos in folio que
son ejemplares de un
pestífero Diccionario Enciclopédico que dicen es peor que un tabardillo.
Item, las obras de
un viejo que vive en Ginebra que unos llaman Apóstol y otros Anticristo;
Item, las de un
chisgarabís que nos ha quebrado la cabeza con su Julia; Item, la preciosa
historia natural de
Buffon. . .". Y así prosigue la lista.
El prestigio de los libros recae sobre el idioma en que fueron escritos y
comienza a cundir
entre los jóvenes la moda de aprender francés. Aquellos que lo saben
declaman la tragedia
de Corneille. Las alusiones de Tancréde los entusiasma:
"L'injustice a la fin produit l'Independance" y las ardientes criollas
presienten el papel
sublime a lo heroínas de Racine que no en el teatro, sino en plena vida
y frente a la muerte
van casi todas a desempeñar muy pronto.
No pretendo hacer aquí la apología de las heroínas de la Independencia
del tipo de Pola
Salavarrieta quienes supieron pelear a la par de los hombres y morir
fusiladas con valor y
dignidad como las chisperas del Dos de Mayo y como las más estupendas
mujeres de la
Revolución Francesa. La historia ha recogido ya esos nombres que
todos conocen y que
irán creciendo con el tiempo a medida que crezcan los países y la idea
de patria. Es a las
mujeres anónimas, a las admirables mujeres de acción indirecta a quienes
quisiera rendir el
culto de simpatía y de cariño que merece su recuerdo. Durante más de
tres siglos habían
trabajado en la sombra y como las abejas, sin dejar nombre, nos dejaron
su obra de cera y
de miel. Ellas habían tejido con su abnegación el espíritu patriarcal de
la familia criolla y al
pasar sus voces sobre el idioma le labraron en cadencias y dulzuras
todos sus propios
ensueños . Cuando llega la Independencia una ráfaga de heroísmo
colectivo las despierta.
Movidas por él pasan en la historia como el caudal de un río. Es una
masa de ondas
anónimas que camina. Uno de estos momentos históricos el más
simbólico y quizás
también el más sublime es aquel que se llamó en Venezuela la Emigración.
Era en 1814. Se había firmado ya el Decreto de Trujillo. Esto quiere decir
sencillamente
que el ser patriota o criollo era un delito que se pagaba con la pena de
muerte ante los
españoles y ser español o realista era otro delito que se pagaba del mismo
modo ante los
criollos. Estos últimos instruían sus procesos de la siguiente manera:
Diga naranja,
ordenaban al acusado o sospechoso. Si éste decía naranja sonando
la jota se le pasaba
inmediatamente por las armas. Así las cosas de un lado y de otro, avanzaban
los españoles
sobre Caracas. Venían de degollar a todos los habitantes de la ciudad de
Valencia y
aseguraban que harían lo mismo con los caraqueños si éstos no se
rendían desde el primer
momento. Caracas se hallaba aún entre los escombros del terremoto
del año doce. Bolívar,
que carecía de elementos con qué resistir, tuvo que salir de la ciudad
para ir a reclutar un
ejército. Por no caer de nuevo bajo el antiguo régimen, la población entera
de Caracas
resolvió marcharse a pie detrás de Bolívar. Eran cuarenta mil personas,
casi todas niños y
mujeres, porque los hombres estaban en la guerra. En la ciudad
destruida y desierta no
quedó más que el arzobispo y las monjas enclaustradas de sus tres
conventos.
Muertos de hambre, de cansancio y de sed, los emigrantes atravesaron
a pleno sol del
trópico por llanuras desoladas casi toda Venezuela. A caballo, a la
cabeza de aquella
multitud andante y moribunda, Bolívar, como un nuevo Moisés, la conducía
al azar, sin
más esperanza que aquella fe en su genio que los demás y él tenían.
Después de ataques y
aventuras sin cuento cuando llegaron por fin donde Bolívar podía formar
un ejército, de los
cuarenta mil niños y mujeres salidos de Caracas, quedaban apenas
una pequeña parte. Los
demás se habían muerto de hambre, de insolación y de cansancio en
el camino. Bandadas
de zamuros iban marcando las huellas por donde había pasado la caravana.
Prescindiendo de los demás próceres de la Independencia, a lo largo
de la vida de Bolívar
que es el más significativo, desde su infancia hasta su muerte, podemos
apreciar muy
fácilmente la parte importantísima que toman las mujeres en su vocación
de libertador y en
la consolidación definitiva de su genio. Gran enamorado, según él mismo
confiesa, sólo las
mujeres a quienes quiso con pasión tuvieron influencia en sus gustos,
en su carácter y en
sus decisiones. También la tuvo Simón Rodríguez aquel maestro de
su adolescencia
quien por paradójico, idealista y visionario se salía del nivel corriente
de los hombres.
Desde su nodriza, la negra Matea, hasta Manuelita Sáenz, su último
amor, Bolívar no puede
moverse en la vida sin la imagen de una mujer que lo anime, lo
consuele en sus grandes
accesos de melancolía, y le preste sus ojos para mirar con ellos dentro
de su propio genio.
Huérfano desde muy niño es en los brazos de la esclava Matea donde
Bolívar oye y mira
por primera vez la honda poesía de la vida rural que es la faz más
querida y noble de la
Patria. Es en su hacienda de los Valles de Aragua, la hacienda típica
criolla, la hacienda
casi bíblica en donde los esclavos, prolongación de la familia, se
llaman de apellido Bolívar
o Palacios, del nombre del dueño que es el dios y el padre de todos.
Al caer la tarde, terminado el trabajo del campo, Matea lleva a su
niño Simón al
repartimiento o patio de los esclavos. Allí bajo el propio cielo mientras
cae la noche él oye
cuentos de miedo con duendes y fuegos fatuos, que narra algún
viejo negro. Los cuentos
tienen casi siempre como tema los horribles crímenes del tirano
Aguirre, el conquistador
rebelde y bandido, cuya alma en pena vaga todavía en forma de
lucecita que se apaga y se
enciende mucho más grande que los cocuyos. Es una luz que camina.
A veces aparece en la
llanura, otras veces se sube a la copa de un árbol inmenso que se ve
desde el corredor de la
hacienda allá a lo lejos y que se llama el Samán de Güere. Treinta
años más tarde bajo la
copa del mismo Samán legendario de su infancia, que aunque viejo y
tullido todavía existe
y aún lleva en su copa el alma en pena del conquistador muerto en
pecado, bajo ese mismo
samán, Bolívar debía acampar con su ejército en una noche histórica.
De los brazos de la esclava Matea quien debía morir centenaria llena de
honores y a quien
Bolívar quiso siempre tiernamente, el futuro Libertador, que era un niño
terrible, pasa
sucesivamente a ser discípulo de su pariente el jurisconsulto Sanz; del
Padre Andújar; del
joven y ya célebre Andrés Bello, quienes no dejan en su espíritu el
menor rastro, y va a
caer por fin bajo la dirección de Simón Rodríguez, su loco Mentor y
gran amigo, cuyo
idealismo extravagante debía dar fuego y alas al genio de Bolívar.
La amistad de Rodríguez o el amor de una mujer, llámese Teresa
Toro, Fany de Villars,
Josefina Machado o Manuelita fueron las fuentes donde encontró
siempre Bolívar el
descanso o el estímulo que necesitaban sus descomunales empresas.
El retrato de
Rodríguez se impone siempre que se quiere evocar el grupo de mujeres
inspiradoras. El
debe presidirlas.
Este Simón Rodríguez es el prototipo de aquellos que por haber llegado
muy cerca del
genio sin alcanzarlo se quedan locos para tormento de sus allegados y
alegría de
cuantos los conocen de cerca o de lejos. Filósofos descabellados a lo
Saint-Simón,
generosos, paradójicos y originales, estos alocados son la sal de la vida.
Ellos redimen
a la humanidad de la avaricia, y del egoísmo que son los vicios de la cordura.
Su
inquietud sabe descubrir fases nuevas a las cosas más vulgares, y su
presencia está
siempre acompañada de sucesos cómicos e imprevistos. Era, pues,
natural que
Bolívar, tipo del genio equilibrado fraternizara tanto con su tocayo y profesor
Rodríguez que fue como lo veremos ahora el alocado genial por excelencia.
Rodríguez nacido en Caracas en la segunda mitad del siglo XVIII quien
en realidad
no se llamaba Rodríguez, sino Carreño, de la misma familia Carreño de
Teresa, la
gran pianista y del autor de la Urbanidad, Rodríguez había decidido desde
los catorce
años dedicarse a filósofo. Huérfano de padre y madre comenzó por pelear
a muerte
con su hermano mayor y a fin de no tener nada de común con él cambió
de apellido.
Dejó de ser Simón Carreño para ser Simón Rodríguez; sentó plaza de
grumete en un
buque que salía para España, desembarcó en Cádiz y sin más recursos
que su ansia de
saber y sus dos pies, recorrió con ellos, en cinco años, casi toda Europa.
En víspera de
la Revolución Francesa vivió en París, respiró su ambiente, descubrió a
Rousseau y
decidió desde entonces convertir a la humanidad entera predicando el
amor a la
naturaleza. Después de sus cinco años de peregrinación a pie por Europa
regresó a
Caracas, se casó, tuvo, en año y medio dos hijas a quienes puso resueltamente
nombre
de vegetales, las llamó Maíz y Tulipán a fin de adherirse al calendario de Fabre
d'Eglantine. A poco declaró: "Yo no quiero parecerme a los árboles que
echan raíces
en un lugar, sino que quiero ser benéfico como el aire, el agua y el sol
que corren sin
cesar" y volvió a emprender sus caminatas abandonando por decirlo
así a su mujer y
a sus dos vegetales, quienes en adelante nunca contaron con él. Como
fruto de sus
últimas meditaciones publicó un folleto titulado: "Reflexiones sobre los
métodos
viciosos que rigen las escuelas actuales y medios de lograr sus reformas".
Como el
folleto se comentó y adquirió él así cierto renombre de pedagogo se dio
a buscar un
discípulo en quien poner en práctica las teorías expuestas por Rousseau
en el Emilio.
Debía encontrarlo pronto en el niño Sirn6n Bolívar cuya educación le
confiaron.
Rodríguez se sintió feliz. El niño llenaba las condiciones indispensables
que debía
tener su Emilio: era rico, huérfano, noble y sano. El, Rodríguez, llenaba
en su opinión
las del maestro o sea: prudente, joven, alma sublime y estado
independiente. En esta
última condición no incluía naturalmente a su mujer y a sus dos pobres
vegetales. A
fin de que su discípulo quedara "en estado natural" porque según decía
"la razón del
sabio suele asociarse al vigor del atleta" se retiró con él al campo, le
enseñó ejercicios
corporales y en lo demás se dedicó al difícil estudio de que no aprendiese
nada.
Gracias a estos métodos de Simón Rodríguez cuando Bolívar se embarcó
para Europa
a los dieciséis años de edad escribía de a bordo unas cartas ilegibles
en un estilo
deplorable, llenas de faltas de ortografía. Pero gracias también a
Rodríguez era ya el
andador, el jinete y el nadador incansable con quien más tarde no
pudo competir
ninguno de sus compañeros de armas. Complicado en la conjuración
de Gual y
España, y perseguido por las autoridades españolas, Rodríguez tuvo
que interrumpir
bruscamente sus proyectos a lo Juan Jacobo Rousseau; abandonar la
educación de su
Emilio y desterrado emprender de nuevo su vida errante por Europa.
Botánico,
filósofo, físico, pedagogo, y comerciante, según las necesidades,
recorre Alemania,
Rusia, Turquía, aprende innumerables idiomas, y como durante la
travesía la lectura
de Robinson Crusoe le conmueve profundamente decide honrar a
Crusoe en su propia
persona y ya no se llama Simón Rodríguez, sino Samuel Robinson.
En Roma en 18O5
se encuentra de nuevo con Bolívar, recibe sus confidencias y una
tarde, una de esas
maravillosas tardes de Roma ante el crepúsculo, conversando en el
Monte Sacro a tal
punto se exaltan los dos, que Bolívar se transfigura, en una especie
de delirio
romántico, toma la ciudad de Roma y toma al sol poniente por testigos
y hace su
célebre juramento de libertar a la América española. Algunos meses
después Bolívar
se va, Rodríguez se queda en Europa y durante veinte años no vuelven
a verse
maestro y discípulo. En 1824 atraído por la gloria del que en todas
partes llaman ya el
Libertador, Rodríguez decide regresar a América a fin de fundar en
las naciones
libertadas por su discípulo un gran estado comunista en donde sólo
exista la igualdad
y la dicha. Para comenzar tiene un proyecto: el de fundar un
establecimiento
pedagógico. Bolívar le adelanta el dinero necesario. Simón Rodríguez
o Samuel
Robinson se va al Alto Perú, instala su establecimiento, le hace gran
propaganda,
obtiene muchos alumnos y lo inaugura caminando por él enteramente
desnudo, a fin,
decía, de predicar con el ejemplo la vuelta del hombre a la naturaleza.
Las familias de sus discípulos se indignan, retiran a los alumnos,
quieren procesarlo
por inmoral y después de gran escándalo quiebra el establecimiento.
Con lo que le
resta, abre un comercio de velas en Chile y termina por fin sus días
viejo y pobre en el
pueblito peruano de Paita a orillas del mar. Allí la casualidad le depara
como vecina a
Manuelita Sáenz, aquella otra loca y gran amiga de Bolívar de quien
ya hablaremos
luego y a quien ya vieja y paralítica seguían llamando en el pueblo
"la Libertadora".
¿Qué no se contarían en su decadencia estos dos viejos originales?
Cuando en 1854
moría Simón Rodríguez, veinticuatro años después de Bolívar, su
discípulo, la vieja
Manuela Sáenz encabezó una suscripción entre los señores del pueblo
para poder
enterrar con decencia a su amigo el pobre filósofo.
Bolívar fue a España por primera vez a los dieciséis años. Allí iba a encontrar
muy pronto
el primero y el más completo amor de su vida. La partida inesperada de su
profesor
Rodríguez había interrumpido bruscamente sus estudios. Para terminarlos o
hablando más
propiamente para comenzarlos en la forma habitual, su tutor lo envía a Madrid a
casa de
don Bartolomé Palacios, el cual se hallaba entonces de temporada en España y
era hermano
de doña Concepción, la madre de Bolívar. Una vez en Madrid, de la casa misma
de su tío,
Bolívar iba a encaminarse natural y directamente a la vida familiar del Palacio
Real.
Mediaron para ello las siguientes circunstancias: don Bartolomé Palacios
era íntimo amigo
del granadino Mallo, quien joven, arrogante y lleno de atractivos, era a su
vez amigo íntimo
nada menos que de la propia reina María Luisa. Esta amistad que era vista
con muy malos
ojos por el ministro Godoy, entonces omnipotente, daba lugar a muchas
murmuraciones.
Entre tanto muy a pesar de Godoy un grupo de criollos nobles introducidos
por Mallo
frecuentaban la corte de Carlos IV. Entre ellos se hallaba Bolívar el cual
iba a menudo a
jugar a la pelota con los infantes, que aunque adolescente y tímido todavía,
tenía ya muy
fino espíritu de observación. Pudo así ver de cerca el ambiente, poco
edificante por cierto,
que presentaba aquella familia real, a la cual, él ingenuamente, desde su
casa de Caracas
había venerado hasta entonces lo mismo que todos los suyos, como a
una emanación de la
Divinidad.
Si bien se mira, a través de pequeños detalles, se llega a la convicción de que
aquel primer
cambio de vida o sea la primera permanencia de Bolívar en Europa, fue
triste, irritante y
deprimente respecto de su propia persona. Adolescente puntilloso y
altanero como buen
criollo debió sufrir a menudo en su amor propio. Diga lo que diga la
leyenda que lo quiere
ver siempre victorioso, dando raquetazos simbólicos en la cabeza del
Príncipe de Asturias,
el futuro Fernando VII; diga lo que diga esa leyenda hay un aspecto más
cierto y, por más
humano, más interesante. Entre los madrileños de su edad Bolívar no
pasó nunca de ser el
indiano o el provinciano a quien no se toma mucho en cuenta, al contrario.
La adolescencia
es brutal. Bolívar inadaptado al medio se hallaba en la edad ingrata.
Pequeño, delgado,
tenía la voz atiplada con el acento dulzón y cantador de los criollos.
Es muy probable que
sus ímpetus de dominador se recibieran con ironía o burla. Burlarse de
todo lo extraño:
acento, actitud o modismo es propio de esa edad y es propio de todas
aquellas personas que
por inflexibilidad de espíritu, o incomprensión, no son capaces de penetrar
más allá de su
ambiente. ¿Quién que se haya movido un poco en su vida no ha sentido
con mayor o menor
intensidad esta helada desadaptación a un medio, producida por razones
sutilísimas a
veces? Bolívar distó mucho de brillar en Madrid. A la inversa de lo que iba
a ser en París
años después, el mundano elegante de la Rue Vivienne, el pobre adolescente
de Madrid, no
debió sentirse nunca satisfecho de sí mismo. Esta influencia negativa y la
decepción que le
produjo la reina María Luisa debieron pesar mucho en su vocación y determinar aquel
rumbo que en 1802 tomó su vida.
Ausente de Madrid don Bartolomé Palacios, Bolívar cambió de domicilio.
Fue a encerrarse
en casa de su compatriota, el viejo marqués de Ustáriz, hombre de gran
cultura que
despertó en su alma el ansia de saber, y le facilitó todo género de libros.
Encerrado en casa
de Ustáriz, aquel prototipo del criollo letrado que tanto abundó en el siglo
XVIII, sin ver a
casi nadie, Bolívar se entregó con tal ardor al estudio que estuvo a punto
de caer enfermo.
Junto a sus libros en el aislamiento de su vida interior iba creciendo una
pasión romántica.
A poco de llegar a España había conocido muy de paso, en Bilbao, a
una linda niña
caraqueña llamada María Teresa, hija de don Bernardo Rodríguez del
Toro y sobrina del
marqués del mismo nombre, gran magnate de Caracas, prócer de la
Independencia.
Enamorado desde Madrid de la dulce Teresa que seguía en Bilbao,
muchos meses Bolívar
no hizo sino leer, estudiar y pensar en ella. Un trivial incidente debía pronto
cambiar su
vida y acelerar el ritmo de su amor romántico hasta llegar a la pasión violenta.
Una tarde, paseando a caballo, cerca del puente de Toledo, dos agentes
de policía lo
detienen sin el menor miramiento. Bolívar, quien pensionado entonces por
su tutor, distaba
mucho de ser rico, llevaba sin embargo botones de brillantes en sus puños
de encaje. Un
decreto de Godoy acababa de prohibir tal uso. Por infracción al decreto
lo declaran
detenido. La verdadera razón es que Godoy sospecha que lleva correspondencia
amorosa de
manos de Mallo a manos de la Reina y quiere cerciorarse. Indignado
Bolívar se niega a
obedecer. Los agentes lo tratan con insolencia, Bolívar se desmonta
del caballo, saca su
espada y hay un pleito del cual pueden resultar serias consecuencias si
no sale
inmediatamente de Madrid, cosa que hace por consejo de todos.
Es muy curioso observar que con este caso de Bolívar es ya la tercera
vez que el lujo de los
indianos los hace caer en desgracia ante las autoridades o la corte de
España. Por
presentarse con penacho de plumas de todos colores ante la presencia
de Felipe II, quien
como de costumbre se hallaba, cerrado de negro, Fernando Pizarro,
conquistador del Perú
que llegaba de América a defender su causa y la de sus hermanos,
predispuso tan mal al
austero Felipe II, que recriminado primero por su penacho y por sus
colores acabé
perdiendo su reclamación. Declarado rebelde fue a dar en una cárcel
donde permaneció
veinte años. El mismo incidente aunque atenuado, ocurrió a Jiménez
de Quesada el poeta
conquistador de la Nueva Granada. Habiendo desembarcado de América
y acudido a una
audiencia cubierto de franjones de oro, que él juzgaba merecer y que
atestiguaban de su
gloria tan legítima y tan pura, Quesada fue escoltado por los gritos de:
¡al loco, al loco! y
así desprestigiado en su persona fue desoída igualmente su petición.
Humillado y furioso Bolívar se dirige a Bilbao, va a casa de don Bernardo
del Toro y le
declara que quiere casarse inmediatamente con su hija a fin de embarcarse
cuanto antes y
no regresar a España más. Don Bernardo trata de calmarlo, le ofrece
arreglar las cosas y le
pide que espere algún tiempo antes de efectuar el matrimonio. Bolívar
mientras tanto ha
vuelto a ver a María Teresa y ¡adiós los estudios! Adiós también las negras
melancolías de
Madrid. Ya no se ocupa más que de ella. Todo el fuego de su genio y de
su temperamento
exaltado se concentra en la que es ya su novia. Es la gran pasión. El resto
del mundo se
borra de su horizonte y ya no vive, ya no respira, ya no ambiciona otra
cosa que María
Teresa. ¿No representa ella además en el ambiente hostil del clima
desapacible y personas
extrañas que lo rodean su tranquila casa de Caracas y sus lindos campos
de los Valles de
Aragua? Allá entre sus siembras, su ganado y sus esclavos ¿no es él
acaso mucho más que
un dios? Casarse cuanto antes con María Teresa y volar con ella a su
hacienda de San
Mateo, ya, lo más pronto posible es la única aspiración de su alma
vehemente. Los largos
meses de espera que impuso don Bernardo fueron un suplicio que
sólo temperaba la
esperanza de la unión y del viaje.
Cuando Bolívar se casó tenía diez y nueve años. En el colmo de la
felicidad se embarcó
hacia La Guaira y realizó su sueño: vivir en San Mateo al lado de
Teresa la adorada. Pero
como dice la vieja canción "sueños de amor duran un día; penas de
amor toda la vida",
Bolívar iba a cantarla llorando durante mucho tiempo esa vieja canción.
A los ocho meses
de celebrado el matrimonio, por el zaguán de la casa de los Bolívar,
salía el entierro de
María Teresa, muerta de fiebres perniciosas. Y fue una nueva explosión
en el alma de
Bolívar. La muerte de Teresa lo desespera y así como antes quería llenar
el mundo con su
pasión, ahora quiere llenarlo con su dolor. En su frenesí, no sabiendo
qué hacer, regresa a
España. Va a llevar a la familia de María Teresa algunos recuerdos de
ella, y va a llorar en
un medio donde comprendan su desesperación y la compartan. Pero a
poco de llegar cae en
la cuenta de que el ambiente de familia no le da el tono sublime que
necesita su dolor, y la
casa de don Bernardo le ahoga. En su sed de exaltación piensa entonces
en su maestro
Simón Rodríguez. Se acuerda de que muchas veces paseando por el
campo allá, en su
hacienda, habían proyectado visitar juntos algún día las más célebres
ciudades de Europa.
Sí, sólo Rodríguez, el sublime, el visionario será capaz de comprenderlo.
Corre por lo tanto
a buscarlo. Llega a París y comienza las indagaciones ¿dónde está
Rodríguez?, ¿dónde está
Rodríguez? Nadie lo sabe. Por fin un día un amigo a quien acaba de
conocer llamado
Carlos Montújar, lo informa de que Simón Rodríguez ya no existe, pero
de que en su
reemplazo puede encontrar a Samuel Robinson quien se halla en Viena
entregado a la
química. Trabaja en el laboratorio de un sabio alemán. Bolívar sale
inmediatamente hacia
Viena y encuentra ¡por fin! a su querido Rodríguez, transformado en
Robinson, rodeado de
fórmulas, sales, ácidos, y probetas. Pero ¡ay!, ¡pobre Bolívar! Su
poema de dolor infinito
con el cual hubiese querido hacer estremecer el mundo entero iba
a sufrir una nueva
decepción. Robinson le oye y casi no se exalta. ¡Qué! ¿La muerte de
una persona? Es una
cosa normal de la naturaleza. Ya no le queda, pues, al desesperado
otro recurso que buscar
él también la muerte. Así lo hizo. De la muerte lo vino a sacar sin saberlo
su amigo el
nuevo Robinson en una forma inesperada y pintoresca. Oigamos cómo
cuenta el propio
Bolívar el proceso de su hundimiento y de su resurrección. Lo hace en
una carta
dirigida a su prima Fany de Villars. El tono patético de esta carta es muy
gracioso y es
un documento sobre la formación romántica de Bolívar: tanto él como
Rodríguez se
mueven en ella, no como personajes de la vida, sino como personajes
de los libros de
entonces. "Yo esperaba mucho” escribe Bolívar en 1804 narrando su
entrevista en
Viena con Rodríguez , yo esperaba mucho de la sociedad de mi amigo,
el compañero
de mi infancia, el confidente de todos mis goces y penas, el Mentor
cuyos consejos y
consuelos han tenido para mí tanto imperio. ¡Ay! en esta circunstancia
fue estéril su
amistad. El señor Rodríguez sólo amaba ya la ciencia. Lo hallé ocupadísimo
en un
gabinete de química que tenía un sabio alemán. Apenas logro verlo
una hora al día.
Cuando me reúno con él me dice de prisa: 'Mi amigo, diviértete,
reúnete con los
jóvenes de tu edad, vete al espectáculo, en fin es preciso distraerte.
Este es el solo
medio de que te cures'. Comprendo entonces que le falta alguna cosa
a este hombre, el
más sabio, el más virtuoso y sin que haya duda, el mas extraordinario
que se puede
encontrar. A fuerza de sufrir caigo muy pronto en un estado de
consunción y los
médicos declaran que voy a morir. Era lo que yo quería...".
Después de relatar las peripecias de su grave mal de amor y de
romanticismo, sigue
contando a su prima cómo volvió a la vida : "Una noche -dice- en
que todavía débil
podía sostener una conversación, Rodríguez vino a sentarse cerca
de mi cama. Me
habló con esa bondad afectuosa que me ha manifestado siempre
en las circunstancias
más graves de mi vida. Me reconvino con dulzura y me hizo conocer
que era una
locura el abandonarme y querer morir en la mitad del camino. Me hizo
saber que
existía en la vida del hombre otra cosa que el amor de una mujer y
que podía ser muy
feliz dedicándome a las ciencias o entregándome a la ambición. Me
persuadió como lo
hace siempre que quiere . . . La noche siguiente exaltándose mi
imaginación con todo
lo que podría hacer, sea por las ciencias, sea por la libertad de los
pueblos, lo llamé y
le dije: si, sin duda, siento que puedo volver a la vida y lanzarme en brillantes
carreras, pero sería preciso que fuese rico. Sin medios de ejecución
no se alcanza nada
y lejos de ser rico soy pobre y estoy enfermo y abatido. ¡Ay! ¡Rodríguez,
prefiero
morir! Y le di la mano para suplicarle que me dejara morir tranquilo.
De pronto se ve
en la cara de Rodríguez una revolución súbita. Levanta los ojos y las
manos al cielo
exclamando con voz inspirada: ¡Se ha salvado! Se acerca de nuevo a
mí, me toma las
manos y pregunta: Mi amigo ¿si tú fueras rico consentirías en vivir? Di.. .
Respóndeme. Quedé irresoluto:
no sabía lo que esto significaba; respondo: sí. ¡Ah! exclama él, entonces
estamos
salvos. ¿El oro sirve pues, para cualquier cosa? Pues bien, Simón Bolívar,
eres rico,
has heredado, tienes actualmente cuatro millones".
El aviso de esta herencia que le legaba un tío se había recibido
cuando Bolívar se
hallaba enfermo sin conocimiento. Ocupado con sus probetas Samuel
Robinson había
olvidado en absoluto darle tan trivial noticia. Al escucharla, Bolívar
dio un salto sobre
la cama. Ya estaba bueno y sano. Aquella inyección de cuatro millones
lo había
curado. Pero sólo le curaba el cuerpo. El espíritu, como en la vieja
canción quedaba
dolorido todavía.
No se equivocó Simón Rodríguez al decir que los cuatro millones
de Bolívar iban a
servir para algo. Ellos lo condujeron hacia su prima Fany de Villars,
la gran
inspiradora, la que le mostró su camino, le reveló su genio y le dio
por medio de
detalles a veces insignificantes aquella magnífica confianza en sí mismo,
que debía
crecer en Bolívar con la violencia de un incendio.
El amor de Fany no fue la pasión que absorbe y que anula. No.
Amor templado y risueño,
amor de París, hizo de Fany más que la amante, la amiga, la consejera,
la iniciadora.
Gracias a sus relaciones y a su don de gentes en su salón de París
le tiende una mano a
Bolívar y lo hace subir sobre una especie de plataforma. La del París
granado de entonces.
Desde allí él contempla toda su época, como se contempla un panorama,
avalúa bien sus
fuerzas, se traza su destino y emprende su vuelo.
Cuando Bolívar habla de su amor por Teresa del Toro asegura que
de no haber muerto ella,
él no hubiera salido nunca de los límites trazados por aquel idilio de
su adolescencia.
Dafnis y Cloe de los Valles de Aragua hubieran terminado en Filemón
y Baucis de la
hacienda San Mateo. Encauzado dentro del matrimonio al final de su
vida -afirma el mismo
Bolívar- habría aspirado quizás a la alcaldía del pueblecito cercano.
Hay personas que
rechazan esta suposición. A mí me gusta creerla porque me parece
verosímil y porque me
parece muy dulce pensar que en la monotonía de la vida, cuando menos
lo imaginamos,
pasa tal vez a nuestro lado un alma genial a quien un profundo amor la
hizo olvidarse de sí
misma y la puso a caminar dentro del gran rebaño.
Fany de Villars era Aristiguieta por su madre y prima por lo tanto de Bolívar.
Casada con
un francés, el conde de Villars, tenía en París -como tuvo años más tarde
aquella otra criolla
cubana, la encantadora condesa de Merlín-, Fany tenía en París uno de
los más elegantes
salones del tiempo del Consulado. Era la época de Chateaubriand, de
Eugenio de
Beauharnais, de Madame Récamier, de Talma, de Madame de Stael, de
Humboldt y de
Talleyrand. Todos estos iban al salón de Fany, la linda criolla parisiense,
todos la invitaban,
todos la celebraban. Sobre las convulsiones de la Revolución Francesa,
bajo el ritmo
acelerado de Napoleón comenzaba a nacer el Romanticismo. Era una
ráfaga que parecía
venir de aquí, de América traída por Chateaubriand y a la cual el
extraordinario viaje delbarón de Humboldt por las regiones equinocciales
acababa de dar nuevo impulso y nuevas
alas. El momento no podía ser más propicio a Bolívar, el prototipo
del romántico por
excelencia. A más de tener el fuego y la grandilocuencia del Romancismo,
por su origen,
por la finura de su tipo y por su tristeza prematura parecía reencarnar al
héroe recién
llegado de la selva americana. Al verle venir de Alemania tan joven, tan
triste y tan rico,
Fany lo avaloró con una sola ojeada y decidió abrirle las puertas del éxito.
Después de
haber sido el Emilio de Rousseau gracias a Simón Rodríguez iba a ser ahora
gracias a Fany,
el René de Chateaubriand. Todo contribuía a la transformación. Instalado
en un elegante
apartamento de la Rue Vivienne, el viudo de Teresa del Toro comenzó
a ser, gracias a los
consejos de Fany, uno de los más refinados y más interesantes jóvenes
de aquel París de
entonces, de aquellos que se paseaban por las galerías del Palais Royal,
oían a Talma,
repetían los retruécanos de Brunet, se hacían retratar por David y se
enamoraban
platónicamente de Madame de Récamier o de Paulina Borghése. Pródigo,
elegante,
festejado de todos, Bolívar se dio a llevar una vida de príncipe. Perdía al
juego cantidades
fabulosas, prestaba dinero a sus amigos, hacía regalos suntuosos, fue
rival de Eugenio
Beauharnais a quien desafió por amor a Fany, se puso de moda y lanzó
su sombrero, su
célebre "Chapeau Bolívar" cuyos bordes levantados inventó sin duda la
misma Fany.
Los que viviendo en París y teniendo dotes de talento, de cultura, de
originalidad o de
fortuna, se quejan del chauvinismo francés; o no tienen tales dotes, o
no han encontrado
aún a su Fany de Villars, la animadora, la consejera de los pequeños
detalles. París que sabe
ser tan grave es siempre frívolo, y no hay mejor recomendación que la
que da de viva voz
con una sonrisa una mujer bonita.
El éxito mundano embriagó a Bolívar sin curarlo. Una vez obtenido ya
no le interesó más.
Su tristeza continúa. El lujo, los elogios, los placeres le dejan un profundo
hastío. Hace
continuos viajes a París para distraerse, regresa a París y ¡nada! En
el fondo de su alma se
ha arraigado la inquietud de los insatisfechos. Así se lo escribe él mismo
a Fany, la
inspiradora, a quien en sus cartas de amor llama Teresa como homenaje
de fidelidad a la
muerta adorada. "El presente no existe para mí -le escribe un día recién
llegado de Londresel
presente es el vacío completo. Apenas tengo un pequeño capricho lo
satisfago al instante.
¡Ah! ¡Teresa, esto será el desierto de mi vida!. . . París no es el lugar
que puede poner
término a la vaga incertidumbre de que estoy atormentado".
¿Con que no le vasta el éxito, la admiración y los honores? ¡A buscar
pues otro objetivo!, y
Fany, la nueva Teresa, lo pone en su camino de Damasco al presentarlo
y recomendarlo al
barón de Humboldt. Gracias a su insistencia Humboldt y Bolívar se hacen
amigos. En el
curso de la amistad Humboldt va a descubrirle su patria americana como
Fanny le ha
descubierto su genio y sus dotes de triunfador. El ilustre alemán que en un
viaje de cinco
años a través de las regiones equinocciales acaba de causar una verdadera
revolución en las
ciencias naturales y en la geografía del mundo, le relata con indescriptible
entusiasmo las
riquezas y maravillas que encierran aquellos países inexplorados. Habla
del porvenir que
los espera, de la necesidad absoluta de su emancipación. Describe conmovido
los atractivos
de la sociedad criolla tan ingenua y tan amable. Su calidad de extranjero
le ha hecho
apreciar mejor el encanto de aquella sencillez y de aquella gracia indolente
y generosa.
Habla también del movimiento intelectual que ha apreciado entre los
criollos. Hay centros
de avanzada cultura como Bogotá y Méjico. Ha conocido a poetas como
Bello y sabios
como Mutis y Caldas. Tanto le complace la vida fácil y sonriente de
aquellos países,
verdaderos paraísos terrenales que algún día, si las circunstancias se
le permiten, piensa
trasladarse allá a terminar su vida.
Bolívar la escucha asombrado. Una luz milagrosa lo ilumina. La fe el
entusiasmo van
creciendo en su alma a medida a que intima con el sabio. ¡Qué lejos se
ha quedado ya
aquella impresión deprimente por su patria y por su persona del pobre
indiano adolescente
de Madrid!
Un día, poco después de la coronación de Napoleón en la cual Bolívar a
pesar de haberla
desaprobado ha sentido el delirio de la gloria, a poco de aquella ceremonia
celebrada en
Notre Dame va visitar a Humboldt. Como al hablar de nuevo sobre la
emancipación de la
América Española, Humboldt dijese: "Veo la obra pero no veo el hombre
capaz de
realizarla", con el recuerdo aún vivo de la Apoteosis de Napoleón, Bolívar,
el terrible
ambicioso de veinte años, guardó silencio, pero se contestó a sí mismo:
"Este hombre seré yo".
Y desde ese día se acabó París. Entre lágrimas y suspiros se despidió de Fanny,
la única
confidente de su empresa, se fue a Italia, se acercó de nuevo a Humboldt que
se hallaba en
Nápoles, acompañado por Simón Rodríguez fue a pie hasta Roma, pronunció
su juramento
del Monte Sacro, volvió a despedirse de Fany en una larga, dolorida carta
y ungido por ella
se embarca definitivamente hacia La Guaira, es decir hacia uno de los más
bellos destinos
que haya tenido en la Historia hombre ninguno.
Para hablar de la influencia que en la vida heroica de Bolívar van a tener
ahora las mujeres
se necesitaría por lo menos escribir un libro entero. Tierno y apasionado
no son sólo sus
grandes amores los que le impulsan, es también el cariño, la piedad y el
espíritu de
protección hacia sus allegadas o sus simples amigas. Los aplausos de las
mujeres que en
todas las capitales de América lo aclaman y lo adoran como un dios lo
embriagan de
orgullo y de felicidad. Después de sus grandes victorias piensa con
entusiasmo de
adolescente en tal o cual baile que va a darse en su honor, en las mujeres
que van a asistir a
él; cambia todo un plan de batalla por acudir a una cita; después de haber
caminado frente a
su ejército de la mañana a la noche, baila hasta que apunta el día y la
presencia de cualquier
mujer bonita aunque no le conozca lo llena de alegría. En la intimidad de
la familia atiende
sonreído a las amonestaciones de aquella hermana María Antonia que
tiene sus mismos
arranques y su mismo don de mando y un día de gran triunfo en 1827
cuando entrando a
Caracas bajo palio después de una larga ausencia lo aclama la multitud
delirante, como
viera asomar allá a lo lejos a su nodriza la negra Matea Bolívar quien
con su blanco paño de
esclava por la cabeza llorando de emoción le manda besos, él, se detiene
hace parar todo el
cortejo, atraviesa la multitud y corte a abrazar a su negra vieja.
Doña Manuelita Sáenz, a quien el mismo Bolívar llamó la Libertadora del
Libertador por
haberle ella salvado la vida en dos ocasiones, es el último, el más
accidentado y el más
pintoresco de los amores de su vida. ¡Qué lejos por el tiempo y el
carácter queda esta
extraordinaria doña Manuelita de aquella apagada Teresa del Toro tipo
de la clásica criolla
romántica que pasa en la vida sin dejar más huella que el dolor
producido por su muerte!
No siendo posible mencionarlas todas luego de hablar de las dos
primeras hablaré,
brevemente, no se asusten, del último amor de Bolívar. La figura de doña
Manuelita es en
extremo interesante no sólo por su lado pintoresco sino porque representa,
si bien se analiza
el caso de la protesta violenta contra la servidumbre tradicional de la mujer
a quien sólo se
le deja como porvenir la puerta no siempre abierta del matrimonio. Mujer
de acción no
pudo sufrir ni el engaño ni la comedia del falso amor. Hija de la revolución
no escuchó más
lenguaje que el de la verdad y el del derecho a la defensa propia. Fue la
mujer "aprés
guerre" de la Independencia. Predicó su cruzada con el ejemplo sin perder
tiempo y sin dejar escuela.
Nacida no se habe bien si en el Ecuador, en la Argentina o en el Alto Perú,
de una familia
distinguida y rica, doña Manuelita, que era muy linda y muy joven se había
casado siendo
casi niña con un inglés a quien nunca había querido y quien la aburría de
muerte. Un día
vio desde un balcón a Bolívar que entraba victorioso en Quito, se enamoró
de él y sin mas
ni mas decidió ante sí misma divorciarse de su inglés y casarse con Bolívar.
Entonces no
existía el divorcio. No hubo por lo tanto ni abogados, ni procesos, ni ceremonia
matrimonial, pero tampoco hubo engaño ni escondite. Doña Manuelita
participó su
resolución a todo el mundo, al inglés el primero. El inglés aceptó la decisión
con tristeza
resignada. Como era de esperar el resto de la gente se escandalizó. Casi
todas las
contemporáneas de doña Manuelita la rechazaron indignadas. Lo hacían por
natural espíritu
de conservación social y dentro de su criterio tenían razón. Pero doña Manuelita
no se
amedrentó por eso. Nacida y criada en plena guerra pensó, no sin cierta
lógica, que si se
atacaba impunemente el quinto mandamiento "no matarás" bien se podía
atacar la
indisolubilidad del matrimonio en un caso como el suyo. Y la atactó ella sola,
de frente,
lanza en ristre y pistolas al cinto como solía hacer siempre que se urdía
alguna grave intriga
contra Bolívar o contra ella. Dicen algunos que doña Manuelita actuó así
porque era atea o
librepensadora. Yo creo al contrario que cuando a caballo, vestida de
hombre, escoltada por
dos negras valientes y ecuestres también que le servían de edecanes,
cuando escoltada así
por sus dos negras se lanzaba a la pelea, allá en el fondo de su conciencia
recordando al
inglés, al mismo tiempo que desafiaba la muerte desafiaba el infierno lo cual
es el colmo
del heroísmo.
He aquí el retrato que hace de ella uno de sus contemporáneos:
"Cuando la conocí -dice- contaría unos veinticuatro años. Tenía los ojos
negros, atrevidos,
brillantes, la tez blanca como la leche, la estatura regular y muy de buenas
formas. De
extremada viveza era generosa con sus amigos y caritativa con los
pobres. Muy valerosa
sabía manejar la espada y la pistola, montaba a caballo, vestida de
hombre con pantalón
rojo, ruana negra de terciopelo y sueltos los rizos que se desataban a
su espalda debajo de
un sombrerillo con plumas que realzaba su figura encantadora".
Por lo visto, a medida que aumentaban sus proezas doña Manuelita iba
militarizando más y
más su vestido. Le añadía colores y le cosía nuevos galones. Digo esto
porque Palma cita
otro retrato hecho poco después por un segundo testigo en el cual aparece
con dolmán rojo,
botones amarillos y brandenburgos de oro.
Sea como fuere es lo cierto que con su uniforme, su lanza, su caballo y
sus negras ecuestres
que se llamaban Natán y Jonatás, doña Manuelita dio mucho que hacer
a los gobiernos del
Perú y de Colombia cuando éstos se declararon hostiles a Bolívar.
Al ausentarse él y
presentarse la menor ocasión, doña Manuelita que se creía obligada a
guardarle las
espaldas, aprovechaba la oportunidad y hacía una salida lanza en ristre a lo
Don Quijote.
Estas salidas casi nunca tuvieron éxito, muy al contrario, pero ella sin
desanimarse,
continuaba al acecho. Por evitarse desasosiegos lo mismo el gobierno
del Perú que el de
Colombia acabaron por desterrarla.
En el fondo doña Manuelita tenía siempre razón. Era la época triste de
Bolívar, la de la gran
cosecha de ingratitudes, el calvario, los últimos años tan amargos de su
vida. Sus proyectos
de unión y de concentración estorbaban los pequeños intereses. Disuelta
la Gran Colombia
y anarquizada su obra lo acusaban por todas partes de tiranía y de autocracia.
Al ausentarse
de un país a otro estallaban revueltas contra él. Era lo que sulfuraba a
doña Manuelita y la decidía a entrar en escena.
En Lima en 1827 tuvo lugar la traición de Bustamante dirigida naturalmente
contra Bolívar
quien acababa de salir para Colombia. Advertida á tiempo doña Manuelita
corrió a un
cuartel, hizo reaccionar a un batallón, pero fracasó en su intento y el gobierno
que surgió
del cuartelazo la desterró del Perú.
Durante varios años vivió entonces en Bogotá en la Quinta Bolívar lado de éste,
rodeada de
honores que le dispensaban todos los grandes hombres del día quienes la
trataban como a la
mujer legítima de Bolívar. Las señoras se mostraban más esquivas, pero
doña Manuelita no
se alarmaba por eso. Opinaba que la conversación de las mujeres era por
lo general menos
interesante. En la célebre noche del 25 de septiembre en que un grupo de
conjurados, como
saben todos ustedes, asaltó la casa para asesinar a Bolívar, doña Manuelita,
que con
intuición admirable comprendió de lo que se trataba lo hizo huir por una
ventana. Armada
con una pistola salió después ella misma al encuentro de los conjurados,
les abrió la puerta
y logró despistarlos sobre el rumbo que al escapar habla tomado Bolívar.
Desde aquella
noche, la llamaron y se llamó a sí misma la Libertadora.
Durante una de las ausencias de Bolívar como Santander, Vicepresidente
entonces de
Colombia, se condujese en forma que ella juzgó malévolamente para con el
ausente decidió
dar una gran fiesta a la que invitó a las personas más notables. La fiesta
comenzó por el
fusilamiento del propio Santander en la persona de un muñeco de trapo
fabricado por ella al
efecto. Después del fusilamiento hubo baile basta la madrugada. Aquella
ceremonia
irrespetuosa contra el propio Vicepresidente seguida de baile produjo
gran escándalo. El
escándalo recayó naturalmente sobre Bolívar el cual tuvo que desaprobar
lo ocurrido públicamente. Por razón de Estado escribió una carta fulminante
en que llamaba a la fiesta en general acto torpe y miserable y en la que
trataba de excusar a doña Manuelita llamándola con propiedad y cariño
la amable loca.
Pero por el mismo correo le escribió una carta a doña Manuelita en la qué
poco más o
menos le decía que era ella la mujer más graciosa y más simpática que
había conocido en
su vida.
Otro día, estaba ya Bolívar muy enfermo, se celebraba la fiesta de Corpus.
En la plaza
mayor de Bogotá se habían preparado fuegos artificiales con figuras grotescas.
Encerraban
grandes sorpresas. Todas esperaban con entusiasmo. A la caída de la
tarde vienen a advertir
a doña Manuelita que entre dichas figuras hay un señor Despotismo y
una señora Tiranía
que son en realidad su propia caricatura y la de Bolívar. ¡Ah! ¿conque el
Despotismo y la
Tiranía? Está bien, que se esperen un momento ellos y la fiesta. Poseída
al instante por una
ráfaga de revancha destructora mandó a ensillar, se puso los pantalones,
el dolmán con
todos sus galones, cogió la lanza, las pistolas y calle arriba a trote largo
seguida por Natán y
Jonatás, llegaron a la plaza y arremetieron las tres contra la pirotécnica.
Todo quedó hecho
añicos, en la oscuridad de la noche no brilló ni una sola de las ingeniosas
alegorías. El
general Caicedo, Presidente entonces de Colombia, decidió hacerse el ciego
e impidió que
se procediese contra doña Manuelita. Al día siguiente, un periódico
demagogo amanecía
bramando contra la debilidad de Caicedo:
"Una mujer descocada -decía el periódico-, que se presenta en el traje que
no corresponde a
su sexo y que hace verter lo mismo a sus dos criadas insultando el decoro
y burlando las
leyes se presentó ayer en la plaza pública, atropelló los guardias que
custodiaban el
hermoso castillo de fuegos artificiales y rastrilló una pistola declamando
contra el gobierno,
contra el pueblo y contra la libertad. La sola presencia de esa mujer
forma el proceso de la
conducta de Bolívar. . .". Y aquí rayos y truenos contra el Presidente Caicedo
quien
enterado de lo ocurrido lejos de encarcelar a la agresora había ido galantemente
hasta su
casa con el fin de tranquilizarla y darle explicaciones.
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