El 23 de agosto de 1964 no pareciera ser una fecha particular. Para los maestros que vendrían a Guayana desde distintas partes del país con el propósito de participar en la XIX Convención de Maestros tampoco tendría por qué serlo.
El teatro SIDOR abriría sus puertas a comitivas de varios estados del país que se avocarían al llamado.Desde la Federación Nacional de Maestros se esperaba con entusiasmo la reunión. Había un recién electo presidente, adeco y guayanés, Raúl Leoni. El presidente del Congreso Nacional era Luis Beltrán Prieto Figueroa, quien también participaría en la cita.
La convención tendría el propósito de hacer cambios sustanciales en el sistema educativo venezolano. Aquellos que vinieran desde lejos tendrían un propósito más aparte de una simple intervención en el evento: conocer Guayana.
-El paseo se organizó en Caracas, desde la Federación – cuenta Gloria Angulo, quien fuera secretaria de la presidencia del Fetramagisterio en la época.
Éramos y somos privilegiados. El Parque La Llovizna fue una idea asentada primero en la cabeza de Rafael Mendoza. Una península rendida a los trajines de la suma de varios ríos, entre ellos el más importante: el Caroní. En su momento trazó – década de los cincuenta – las líneas que con el tiempo darían forma al parque que conocemos y su salto que despide gotas diminutas, dando el efecto de llovizna permanente, es sin duda, una foto personalísima de los guayaneses.
-Yo estoy aquí simplemente para abrir estos espacios a la gente, para que podamos entrar en contacto con la naturaleza. Eso sí, respetándola – agrega Mendoza.
Apenas se podía entrar al parque. No se tenían en ese entonces las caminerías de piedra, los letreros y el control exhaustivo que sólo pareciera dar la experiencia del contacto con el público. Gustavo Echeverría trabajaba como bombero en SIDOR, y desde el primer momento el paseo planificado no le parecía tal cosa.
-SIDOR no sabía nada de ese paseo. La Guardia Nacional no sabía nada de ese paseo. Nadie sabía nada de ese paseo.
El acto termina y en la mente de las personas – la mayoría maestros – se encontraban latentes las palabras de aquellos que conocían Guayana y sus maravillas de leyenda. Desde la Siderúrgica del Orinoco salieron los autobuses. El señor Echeverría se montaría en el primero. Se suponía que era el de la delegación de Guárico, pero siempre hay espacio para uno más.
Cuando llega el primer contingente de personas, Echeverría los ordena y los pasa por el primer puente, divididos en dos grupos. Cuando está pasando el segundo llega el otro autobús sin control alguno. De esa unidad se bajan instantáneamente algunas personas que sin pensarlo fueron directamente al puente colgante de madera. La estructura estaba conformada por tablones de madera gruesa y guayas de acero que se expandían por los siete metros de largo más el metro y medio de ancho que tendría.
Se enredaron en el proceso de entrada y salida. Algunos quisieron o creyeron que podían quedarse mirando hacia abajo el agua que crujía a una velocidad admirable. Otros que querían pasar rápido por el vértigo, no podían moverse. A algunos les pareció gracioso saltar para asustar a las que gritaban en desconcierto.
-Yo estaba por aquí hablando con (Rafael Alfonso) Ravard – general del ejército y uno de los precursores del desarrollo urbanístico de nuestra ciudad – cuando lo llamaron y le dijeron que venían unos maestros a ver el parque. Me dijo que me encargara de buscar a Luis Beltrán y a la maestra Mercedes Fermín. Cuando llegamos al parque lo que vemos es a un grupo de maestros saltando en el puente. Enseguida lo que hago es correr hacia donde estaban ellos para decirles que pararan.
Una marcha rítmica es un desgaste intolerable. El puente se rompió en segundos, mientras atónitos Gustavo Echeverría, el bombero, y Leopoldo Villalobos, cronista de la ciudad, entre otros, miraban el estruendo y la caída. Blanca Pulgar en ese momento tenía apenas 18 años.
-Yo estaba en el medio del puente. Cuando se rompió eso fue inmediato. Caí por suerte en un lugar donde no había piedras. El río me arrastró por debajo de la corriente. Yo siempre llevaba conmigo un escapulario de la Virgen del Valle y una medalla del Corazón de Jesús. Cuando estaba abajo – se había dejado llevar – se me ocurrió pedirle al Corazón de Jesús, y de repente cuando me di cuenta salí a la superficie. Vi un tablón que me imagino era del puente y me agarré hasta que pude sostenerme de una piedra.
De su travesía submarina recordaba con recelo la sensación de las manos y uñas que se aferraban a la vida, en una supuesta cadena humana desde el fondo de los remolinos hasta cualquier cosa con la que pudieran sostenerse. Muchos murieron así, asidos los unos a los otros.
-Nosotros estábamos solos atrapados del otro lado del puente cuando vimos a un loco que se tiró al río por una parte más arriba, él fue quien nos trajo el mecate – recuerda Echeverría.
Mendoza conocía las angosturas y señales de su parque. No pensó dos veces en lanzarse para ayudar a los que estaban del otro lado y que en medio del pánico apenas si se atrevían mover.
El proceso de rescate duró dos días más. Habían hecho el intento de improvisar un helipuerto usando machetes y hachas para cortar los árboles, pero fue un esfuerzo inútil. Pudieron salir pasando veloces por donde mismo llegaron, lanzándose por un arnés y tocando el agua briosa con las nalgas. Para cuando Echeverría logró salir de la isla, se vio interceptado por agentes de la Policía Técnica Judicial (PTJ) enviados por el Congreso Nacional para saber qué fue lo que pasó.
En medio del interrogatorio, en medio de los “no sé” del bombero que se veía como un chivo expiatorio, recordando las palabras de Ravard, quien se aproximó a él momentos antes para decirle que no dijera nada, el comentario de uno de los presentes definiría la historia: “Hubiera sido mejor que se cayeran unos indígenas, en vez de esta cuerda de adecos…”.
Un: “usted será interpelado en el Congreso…”, terminaría con el interrogatorio. Los días de rescate estarían colmados de luto, cadáveres que al trasladarlos a la superficie se abombarían, y una búsqueda exhaustiva que definiría la identidad de los muertos por las señas particulares, desde pulseras hasta carteras e identificaciones que cargaran en los bolsillos.
Después de la tragedia, el Parque la Llovizna se sumiría en un cerco absoluto. “La culpa es del parque”, se escuchaba en los pasillos. Al despacho de la presidencia de Fetramagisterio llegaría el rumor sobre el puente podrido. Entre tribunales, gritos y desaires, Mendoza luchó para volver a abrir el parque de sus sueños, dos años después de que aquellos maestros frenaran el impulso con que se estaba desarrollando lo que ahora orgullosos asomamos como carta de presentación de nuestra ciudad.
Años atrás podíamos ver una placa grande, apostada en una piedra gigantesca, con una inscripción que decía así: “Los maestros caídos en el Caroní son cuota de vida pagada al progreso de Venezuela”. Un día la bajaron para hacerle mantenimiento por el mal estado en el que se encontraba, y desaparecería sin dejar rastro. Ahora la historia de los maestros caídos en el Caroní pareciera un cuento lejano, una reflexión postrada en espera de un reconocimiento o una sencilla palabra de aliento. Solo quedó latente el recuerdo de un puente colgante de madera en una ciudad nacida al calor del hierro.